martes, 27 de agosto de 2013

Elysium: ¿Ficción o realidad?





Cuando vemos una película, tenemos la costumbre de opinar sobre si nos ha gustado la trama, los actores, los efectos visuales, los diálogos, la banda sonora, etc. Pero, de vez en cuando, nos encontramos con un film que esconde un matiz diferente como una crítica social, aunque sea camuflada bajo explosiones e increíbles escenas de acción, y que nos lleva a pensar más allá de lo superficial que observamos a primera vista. Elysium es una de ellas. La premisa es sencilla: El título hace mención al nombre que recibe una estación orbital donde vive la clase social más privilegiada del mundo, rodeada de todo tipo de confort y tranquilidad, junto a los mejores avances médicos que prácticamente sanan cualquier enfermedad. Mientras tanto, el resto de la humanidad que sigue viviendo en la Tierra –donde imperan las guerras y el sufrimiento- se esfuerza por sobrevivir, sobreexplotados laboralmente, viviendo día a día para poder llevarse un plato de comida a la boca y, si es posible, ahorrar con el propósito de comprar un billete ilegal que los lleve a la susodicha estación. Lo que no saben es que serán aniquilados antes de llegar.
Ambientada en el año 2154, se nos muestra una ficción que se asemeja en exceso a nuestra realidad presente, e incluso se queda corta. Y aquí surge el dilema: acaba el espectáculo y nada cambia en nuestro interior. Comentamos qué nos ha parecido, la puntuación que le concedemos y si nos hemos divertido. Y eso está bien, y más en buena compañía. El problema reside cuando no nos toca la fibra sensible más allá de las dos horas que dura la proyección. Esto ocurre porque no nos gusta mirar de frente a la verdad que anida en nuestro planeta: multinacionales sin escrúpulos que emplean mano de obra barata, miles de muertos en guerras financiadas con armas proporcionadas por países ricos, millones de desplazados a causa de estos conflictos bélicos, niños que son usados como soldados, niñas explotadas como mercancía, dictadores que viven impunemente y en la opulencia mientras sus pueblos viven en la miseria, millones de personas que carecen de agua potable y de medicamentos, cientos de inmigrantes que se ahogan buscando la libertad y una vida mejor pero que son deportados de nuevo al mundo de sus pesadillas, fanáticos religiosos que se inmolan y asesinan a decenas de personas buscando un paraíso que solo existe en sus mentes enfermizas, políticos corruptos, etc. Así podríamos seguir citando eternamente todo tipo de mal. Preferimos cerrar nuestra mente en una pequeña burbuja.
Cualquiera que observe a su alrededor mínimamente, será consciente de que no hay una voluntad política global para revertir la espiral en la que se encuentra este mundo. Los que tienen mucho siempre querrán más. Los ricos seguirán manteniendo su estilo de vida. Los que se benefician a costa de los demás no cambiarán. Los empresarios y Jeques seguirán despilfarrando fortunas en sus caprichos. Las mafias, bandas y cárteles continuarán delinquiendo, traficando con armas, con drogas y abusando de los débiles. Los gobiernos proseguirán gastándose billones en armamento que revenderán con el paso de los años a países tercermundistas cuando la industria armamentística fabrique nuevos “juguetes” y los antiguos queden desfasados. Quien piense que esto va a cambiar –aunque en la Parusía cambiará radicalmente- no conoce el corazón humano y peca de ingenuo. Pero, ¿qué hacemos nosotros? ¿Hablar sin más? ¿Poner mensajes de denuncias en nuestras redes sociales? ¿Criticar la inmoralidad de aquellos que pagan millones de euros por un futbolista? ¿Sentir vergüenza ajena escuchando el presupuesto que maneja una parte privilegiada del mundo? ¿Indignarnos ante el estilo de vida de esa “élite” que posee más que el resto de la humanidad? Sentir rabia debería ser lo lógico, y si no experimentamos esta clase de emociones es que hay una parte en nuestro ser que está adormecida y hay que despertarla.
El problema reside en que, a fuerza de verlo, escucharlo y leerlo cada día, todo esto lo vemos con tanta naturalidad que podemos estar delante del televisor impasibles mientras nos llevamos a la boca nuestra comida favorita. Nos hemos insensibilizados y cegados hasta el extremo que ni vemos ni oímos el clamor de los que gritan sin palabras y lloran sin lágrimas. Y esto no puede ser...

Cara a cara con la miseria
 Si mal no recuerdo, fue en el año 2006 cuando fui a Madrid con unos amigos a pasar unos días. Nos hospedamos en un Hostal de bajo coste, situado en una calle contigua a la Gran Vía, donde se alojan algunos de los establecimientos más opulentos de toda la ciudad. Una noche, paseando por aquella zona y entrando en algunas tiendas, nos fuimos cruzando con todo tipo de personas de distintas razas y clases sociales. Cuando estábamos cerca de nuestro alojamiento, me crucé con alguien cuya actitud jamás había observado en directo. Me dí cuenta hasta qué extremo la televisión te aleja de la realidad, pero aquello era innegable y me lo encontré de frente. En medio de toda aquella multitud –donde muchos tenían sus manos llenas de bolsas con las compras realizadas y otros que simplemente paseaban tranquilamente- pasé al lado de una mujer encorvada, con su ropa completamente andrajosa, aparentemente invisible para toda la humanidad, comiendo una patata podrida de un contenedor de basura. Me quedé totalmente bloqueado. El contraste era brutal entre aquella persona y el resto. No me lo creía. Hasta entonces, jamás había visto algo así en mi vida. Mi mente no era capaz de asimilarlo. No podía ser. Pero era real, demasiado real. Seguí andando unos veinte metros, con la mente literalmente en blanco, únicamente sintiendo un millón de emociones, hasta que me detuve en un paso de peatones. Un coche pasó por delante y yo me di la vuelta alejándome de mis compañeros. Me dirigí directamente hacia ella. En mi interior se hizo el silencio: dejé de escuchar cualquier sonido que había a mi alrededor. En aquellos instantes, el resto del mundo no existía para mí. Una sensación muy extraña. No puedo explicar lo que sentí mientras recorría la distancia que nos separaba. Saqué lo que llevaba encima, cinco miserables euros. Apoyé mi mano con la mayor delicadeza que pude en su hombro para no asustarla. Ahora estaba buscando restos de pizza en una caja con sus manos sucias como el carbón. Me miró con ojos vacíos. Le dije: “Señora, tome”. Sus gestos, sus expresiones faciales y su forma de hablar daban a entender algún tipo de enfermedad mental: “!No, no, no, no quiero, no!”, fue su agitada respuesta. Insistí. Replicó de igual manera pero con mayor desdén. Toda su concentración estaba en aquel contenedor que apestaba. En ese momento, pasaron varias chicas jóvenes por mi lado quienes me dijeron que ella nunca quería nada. Por lo visto, era una indigente del barrio. Hice una última intentona. No logré nada, así que me marché conmocionado, en puro estado de shock. Mis amigos me preguntaron qué había pasado y apenas pude responder. Me acosté sobre mi costado alejando mi mirada de ellos para que no supieran de mi estado de ánimo. Quería llorar pero me reprimí. No quería montar un espectáculo. Un par de horas después me quedé dormido. Nadie se enteró de lo que estaba experimentando en mi interior. Mejor así, aunque es evidente que desde entonces no fui la mejor compañía.
Al día siguiente, las emociones no se aplacaron como creía que sucedería sino que multiplicaron su intensidad. Dejé de hablar y me volví “autista”. Me sentía vacío. No tenía ganas de reír ni de nada en absoluto. Llegó la tarde y con ella el propósito principal del viaje, que no era otro sino asistir a un partido de fútbol del Real Madrid. Asistí sin ganas aunque externamente aparenté disfrutar. Una farsa. ¿Y qué contemplé? Un estadio repleto con miles de personas odiando y amando por igual a deportistas a los que insultaban, aplaudían y vitoreaban según sus colores. Años atrás yo era uno de los que adoraba a esos semidioses que ganan millones de euros y cuyos vestuarios ocupan decenas de metros cuadrados con jacuzzi y un sinfín de comodidades. Finalizado el espectáculo, los observé en sus flamantes coches deportivos. Fue curioso verlos como humanos, pero de mi mente no desaparecía la imagen de aquella mendiga, si esa es la palabra correcta para definirla.
No por esta experiencia ha dejado de gustarme el fútbol como juego (aunque mucho de lo que le rodea me asquea) y lo fácil sería limitarme a críticar ese “circo romano”. Entiendo que las personas necesiten ilusionarse con algo (y más aquellos que están desilusionados con muchos aspectos de la vida). Y comprendo que son los más jóvenes los que más disfrutan; por eso sienten ese fervor ante sus nuevos ídolos a los que tienen en “altares”. Pero centrarme en juzgar esto me desviaría del tema principal y sería un error por mi parte. Recordemos que esta élite social es lo extremo y no la norma. Pero, y es aquí donde quiero llegar: ¿Y el resto de la sociedad? ¿Y los que andaban despreocupados disfrutando de un sano paseo por el centro de Madrid aquella noche? ¿Y los que tiraban de cartera y tarjeta para adquirir nuevos artículos? ¿Y qué hay de mí? ¿Hasta que punto soy parte de esa masa social despreocupada y ajena a la realidad que me rodea? ¿Y tú? ¿No somos en parte iguales a aquellos a quienes criticamos? ¿No vivimos en un Elysium de clase media donde compramos y consumimos prácticamente todo lo que queremos? ¿Y nuestra parte de responsabilidad?

El contentamiento: Transformando nuestro interior
Con todas esas cuestiones en el aire, y que comenzaron a rondar por mi mente en las siguientes semanas, es hora de preguntar: ¿Es necesario que tengamos una experiencia personal que nos transforme? No, aunque es evidente que “una imagen vale más que mil palabras”. Aquella escena de hace muchos años que viví en Madrid ya no es tan inusual hoy en día, en medio de la crisis económica en la que nos encontramos y nunca acaba, donde padres de familia se ven forzados a rebuscar entre la comida que tiran muchos supermercados. 
¿Qué tiene que ver todo esto con nosotros? Gandhi dijo: “Si quieres cambiar al mundo, empieza por cambiarte a ti mismo”. Su idea era excelente (y lo sigue siendo), pero no se va a cumplir en términos globales. Que nosotros cambiemos no significa que el mundo vaya a hacerlo mientras esté organizado de la actual manera: surgirán nuevas guerras, los gobiernos se seguirán moviendo por los intereses de las grandes corporativas, seguiremos siendo testigos por los medios digitales de los diversos males de nuestra sociedad, las televisiones seguirán alimentando a su audiencia con las aventuras y desventuras amorosas de aquellos que son famosos por el simple hecho de ser guapos y ricos, se nos seguirá vendiendo el materialismo y el hedonismo como fuente de felicidad, etc. Eso no va a cambiar. Pero si esperamos a que el mundo cambie para hacerlos nosotros, podemos morirnos esperando sentados. Por eso CREO que nuestro interior y el microcosmos que nos rodea será afectado positivamente si cambiamos determinados aspectos. Y para saber cómo hacerlo tenemos buenas herramientas. El Nuevo Testamento –sí, el mismo, porque no existe ni existirá una ética superior a la que ahí se encuentra- nos insta a transformarnos por medio de la renovación de nuestros pensamientos (cf. Ro. 12:2). Ahí empieza todo: en la mente. Si REALMENTE estamos convencidos de lo que pensamos,  viviremos en consecuencia.
No creo que muchos de mis lectores pertenezca a la clase pudiente de la sociedad, pero tenemos que reconocer que casi todos vivimos en un Elysium de clase media; y es a esta clase a quien le escribo, aunque la clase baja comete los mismos errores si logran llegar a la media. Seamos o no cristianos, muchas veces caemos en lo mismo que criticamos, y nos volvemos incoherentes: hacemos lo mismo que señalamos con el dedo y no vivimos ni llevamos a la práctica lo que decimos creer. Nuestra vida suele girar en torno al “tener y poseer”, hasta el extremo de que nos valoramos, valoramos a los demás, y los demás nos valoran a nosotros en función de lo que tenemos: buena ropa, casa, coche, trabajo, belleza e inteligencia. En definitiva, estatus social. Con lo material en concreto actuamos siempre de la misma manera: “Esto me gusta y lo quiero, así que me lo compro porque tengo dinero que he ganado con mi esfuerzo y me lo merezco. Y si soy joven y no lo tengo, se lo pido a mis padres”. Y nunca, jamás, nos saciamos. Así funcionamos básicamente. Esa es la espiral social que nos engulle a menudo y de la que formamos parte por pura inercia. Unos más y otros menos.
Tampoco quiero irme al otro extremo. Podríamos perder la cordura y el gusto por la vida. No consiste en amargarnos. No es decir: “Jamás volveré a disfrutar de los sanos placeres de este mundo. Nunca volveré a cenar y a reír con mis amigos. Dormiré en un colchón de clavos. No pisaré nuevamente una playa y comenzaré a vestir como un mendigo. Si tengo la espalda llena de contracturas no gastaré el dinero en un fisioterapeuta, sino que me aguantaré el resto de mi vida. Si mi casa está negra de la humedad la dejaré tal y como está”. Por ahí no va el asunto. Mi pensamiento va mucho más allá. ¿A qué estoy haciendo alusión? Conversando con una compañera de trabajo hace poco tiempo me dijo: “Con tener un plato de comida, mi cama limpita y mi ropa planchada, soy feliz”. Palabras sabias y maduras de una persona muy joven, y que me encantaron porque expresan mi sentir. ¿Conformismo? ¡No! ¿Contentamiento? ¡Sí! Es un concepto que coincide plenamente con el principio bíblico: “Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1 Ti. 6:8).
Entiendo las necesidades (comida, ropa y casa), pero ¿y muchos “accesorios” más que tenemos? Cuando vayamos a hacer y a comprar algo, hagámonos estas preguntas y respondamos CON SINCERIDAD: ¿Realmente lo necesito? ¿Realmente me hace falta? Y con todo lo demás que tengo acumulado, ¿podría vivir sin tener buena parte de esto?
¡Ojo! Que todas estas cuestiones me incluyen también a mí. El que escribe es el primero que se lamenta de tantas cosas innecesarias que ha adquirido a lo largo de su vida, pero que llegó un momento que comprobó de lo absurdo de muchas cosas y se cansó de “comprar sin reflexionar”. Me prohibí a mí mismo “no pensar”. Y aun así, aun me queda camino por recorrer.
¿Y qué hacemos ahora? El pasado es el pasado y no tiene ninguna utilidad práctica lamentarse de él, pero sí podemos aprender del mismo. Hoy es un nuevo día para empezar de cero. Cada uno sabe lo que gasta y en qué lo hace. Quizá necesitamos un móvil y un ordenador, pero ¿es necesario tener siempre el último modelo con la última tecnología y pagar en consecuencia lo que cuesta? Quizá necesitemos un coche, pero ¿“ese” automóvil en concreto? Quizá necesitemos muebles en la casa, pero ¿todos esos muebles y de ese precio? Quizá necesitamos ropa, pero ¿hay que renovar el armario cada poco tiempo y gastarnos esa cantidad concreta de dinero? “Bueno, como todo lo pago a plazo no es para tanto”. ¿Seguro? ¿Y todo esto para qué? ¿Para sentirnos bien con nosotros mismos? ¿Para que los demás nos miren con buenos ojos? Si es así, tenemos un serio problema de perspectiva. ¿Acaso no te das cuenta de la estupidez tan grande que es valorar/valorarnos/que nos valoren por la ropa que usamos, por el perfume que llevamos, por los lugares de vacaciones a los que vamos o por los restaurantes donde cenamos?
Podrías hacer un inventario de todo lo que tienes y deshacerte de lo que no te sirve (que conste que no me refiero a recuerdos como fotos y demás, o a libros que vas a releer una y otra vez a lo largo de tu vida), regalarlo a personas que lo necesiten de verdad o venderlo e invertir lo ganado en ayudar a otros. Y si eres un joven sin independencia económica, puede que sea el momento de dejar de pedir caprichos y artilugios artificiales, y usar sabiamente el dinero que tus padres te dan.
No se trata de que nadie deje vacía su casa (el ropero, la cocina, el garaje, etc.) para volver a llenarla de cosas nuevas (que es lo que solemos hacer), ni de volverse “loco” y tirar por tirar de manera irrefrenable, sino de comenzar a administrarte de otra forma distinta, tengas la edad que tengas.
En definitiva, es el momento de dejar de comprar cosas inútiles o innecesarias, y de aquellas sin las cuales puedes vivir perfectamente. Seas quién seas, quizá sea época de hacer cambios en tu vida. ¿Que no cambiarás el mundo como dijo Gandhi? Eso ya lo sabemos, y de mí no depende en qué se gaste el dinero mi vecino, pero nos cambiaremos a nosotros mismos. ¡Aprendamos a vivir con sencillez y en contentamiento!: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia” (Fil. 4:11-12). Es relativamente sencillo –y obligado- vivir de esta manera cuando estamos en medio de una crisis económica, pero, tanto si las cosas nos van bien en el presente o nos van en el futuro, recordemos todo lo que hemos visto para que podamos decir como Pablo: “Sé tener abundancia” (Fil. 4:12). Y no, no es tan fácil “saber” tener abundancia.
Esta es la primera parte que nos toca. La segunda llega más lejos.

Un pasito más, un pasito más
No tengo el propósito de hundir nuestra conciencia en la miseria pero sí de removerla desde sus cimientos para que decidamos cambiar algunas áreas de nuestra vida. Y para esto no es necesario que tengamos algún tipo de experiencia como la que narré. Entonces, ¿a qué me refiero con el título, un pasito más? Sencillo (aunque no por ello del agrado de muchos): Podemos hacer más que cambiar algunos aspectos de nosotros, y esto implica que también podemos ir más allá; en esto caso ayudar a aquellos que no tienen nada, que se levantan cada día sin saber si tendrán comida, ropa o medicinas para ellos mismos y para sus hijos. Tenemos esa opción... o mirar para otro lado.
Basta mirar un informativo en televisión o leer un periódico para comprobar que el mundo es como es sin necesidad de encontrarnos cara a cara con él. El problema reside en que nos hemos insensibilizado en ese aspecto ante el bombardeo continuo de estas imágenes. Es algo cotidiano a lo que nuestra mente se ha acostumbrado y vemos prácticamente normal, como una parte más del paisaje de este mundo. Y cuando eso ocurre, ya no nos movilizamos. Y, como dijo Edmund Burke, “lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada”. Algunos cambian de canal o pasan la página del periódico sin detenerse un solo instante cuando aparecen este tipo de desgracias extremas. Descansamos nuestras conciencias en un sencillo argumento: no es culpa nuestra que haya miseria en el mundo ya que no tenemos control sobre muchos acontecimientos ni somos responsables de que las 300 mayores fortunas del mundo acumulen más riqueza que 3000 millones de pobres. La primera parte del razonamiento lleva su parte de verdad; pero la segunda no, ni de lejos: Es completamente falso que no podamos hacer nada. ¡Claro que podemos! Otra cosa es que queramos y cómo enfoquemos ese “algo”. El mismo Burke señaló que “el mayor error lo comete quien no hace nada porque sólo podría hacer un poco. Si creo que lo poco que haga no va a servir de nada, ¡apaga y vámonos!
Por todo esto es más fácil “despertar a quien está dormido que a quien se hace el dormido”. A mí me despertó una experiencia personal, pero deberían bastarnos las palabras de Jesús para hacerlo. En una ocasión, una mujer derramó sobre él un vaso de alabastro de perfume de gran precio. Los discípulos del Maestro “se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio? Porque esto podía haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura” (Mt. 26:8-12). Hubo un momento para derramar el perfume sobre él y hacer aquel gasto. Pero no podemos obviar la realidad que nos muestra: “Porque siempre tendréis pobres con vosotros”. Jesús preguntó por qué le llamaban “Señor, Señor” si no hacían lo que Él decía. Hoy en día contestamos: “Yo sí hago lo que me dice: soy fiel a mi esposa, soy honrado en mi trabajo, no miento y, a pesar de mis fallos, soy una persona íntegra”. Deseo que así sea. Pero siempre podemos dar un pasito más, un pasito más, un pasito más... que implique ayudar al que no tiene nada o muy poco y que no vive ni siquiera en la clase media de Elysium.
Para muchos será extremo lo que voy a decir y sé que no les gustará porque es antipopular, pero es lo que pienso: a mí me hiere la sensibilidad en grado extremo cuando veo a alguien, sea un adolescente, un joven o un adulto, gastarse trescientos euros en una consola y sesenta en un videojuego, cuando con ese dinero puede alimentarse y medicarse a un niño de otro país durante tres meses. Pero, más lejos de esto, siento vergüenza ajena cuando las congregaciones se gastan miles de euros en instrumentos musicales y en la logística de “conciertos cristianos”. Hoy en día las ofrendas son para pagar alquileres o hipotecas descomunales por un local, para los predicadores internacionales que nos visitan, para los “artistas” que van de gira mundial, para fiestas juveniles y para múltiples actividades que no sirven para nada y sí para la galería. Y encima creemos que esos son los “frutos de justicia” y que así “alabamos” a Dios. No encuentro nada de esto en ningún lugar del Nuevo Testamento. Eso sí, asignamos un porcentaje pequeño (o lo que sobra) para los desamparados y la obra social. Es la mejor manera de limpiar nuestra conciencia. Y encima tenemos la desfachatez de anunciarlo a bombo y platillo como “la obra de Dios”. ¡Qué forma de errar!
Quiero pensar que tú eres uno de los que quiere ayudar de verdad. No para “acallar” tu conciencia o algunos sentimientos de culpa que te puedan embargar por todo lo que estamos viendo, sino porque realmente deseas el bien de otras personas. Así de simple. No basta con indignarnos y mirar para otro lado sin mover un dedo pensando que no nos incumbe ayudar a los que lo necesitan. Si esperamos a que otros lo hagan por nosotros, nos moriremos sentados. Tampoco podemos hacerlo por medio de la violencia destruyendo el sistema, como se propone en la película Elysium, pero sí podemos impactar positivamente la vida de otros seres humanos. Se trata ni más ni menos que de ayudar al que lo necesita en la medida de nuestras posibilidades y en el ámbito que podamos hacerlo. Es nuestro deber moral.

Tu capacidad de ayudar dependerá más o menos de cómo administres tu vida, tu dinero y tus posesiones, como ya vimos anteriormente. En definitiva, todo dependerá de cómo pienses, de tus valores y principios.




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