Venimos de aquí: ¿Qué
valores están enseñando los padres cristianos a sus hijos adolescentes? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/12/86-que-valores-estan-ensenando-los.html).
En octubre de 2020, en plena pandemia por el
coronavirus, una chica española de 21 años, llamada Monica, se hizo viral tras
aparecer en varios programas de televisión presumiendo
de no usar mascarilla y de salir de fiesta. Fue duramente criticada –con
toda la razón del mundo-, pero lo más llamativo fue la que le hizo su propio
padre: “No tiene justificación ninguna. El primero que la he censurado he sido
yo”, afirmó. A todos sus hijos les insitió sobre la necesidad imperiosa de
cumplir las medidas higiénicas y de seguridad, las cuales llevaban a cabo,
excepto la susodicha Mónica. Los padres sufrieron por ello el acoso en las
redes sociales, incluso en el trabajo, culpándolos por las acciones egoístas de
su hija: “La familia no está de acuerdo con ella y
siempre se ha posicionado en contra”[1].
Como vamos a ver en este final, la buena educación que
unos padres cristianos le puedan proporcionar a sus descendientes, no garantiza,
ni mucho menos, que el producto final sea
el deseado, ya que, en última instancia, dependerá de cada uno de los hijos la elección sobre qué camino tomar.
El ejemplo del presente es el presente del mañana
Muchos de los hijos
del presente que serán padres en el mañana, repetirán buena parte de lo que
aprendieron cuando eran pequeños. De ahí que puede que perpetúen con sus hijos
los mismos errores que cometieron con ellos: “El niño, desde los primeros años, necesita ir formándose una
conciencia moral para poder juzgar con rectitud lo que le conviene y lo que le
perjudica. Así apoya su conducta sobre el juicio de sus padres: para él será
bueno y malo lo que sus padres entienden por tal. Si ese juicio es razonable,
tanto más segura será la conciencia moral que el niño desarrolle. La seguridad
que el juicio paterno le ofrece es tanto más necesaria cuanto menor su
capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo. Lo importante es que la
conducta moral se establezca sobre pautas de conducta razonables. Estas pautas
son proporcionadas por los adultos y en especial por los padres. Entonces
empezará a considerar malo todo aquello que le prohíben o aquello por lo que le
castigan; en cambio, considerará bueno aquello que le mandan o las acciones por
las que le alaban y premian. [...] Pero si no recibe estas pautas de conducta,
porque nadie se encarga de decirle que obra bien o mal, desconocerá la línea divisoria
entre ambos conceptos morales y tendremos una persona anómica, sin ley ni
norma, en ocasiones falta de escrúpulos, que constituirá un peligro para la
sociedad y que vivirá desorientada, puesto que no tiene valores que le sirven
de guía”[2].
Al igual que una
imagen vale mas que mil palabras, un buen o mal ejemplo dice más que todas las
palabras del universo.
Así que, papá y mamá,
recordad: vosotros sois el primer y el último ejemplo, y en vosotros está
impregnar vuestra huella personal. Para bien o para mal, estáis marcando a
vuestro hijo; de ahí la responsabilidad tan grande. Ambos debéis sintonizar en
la educación, en el trato y en los valores. No quiere decir que padre y madre
deban ser clones, sino de un mismo sentir. Tampoco un puede hacer de poli bueno
y el otro de poli malo, porque en ese caso está claro por quién se decantará el
hijo, a quién querrá más y de quién huirá. Los valores que se inculquen deben
basarse en lo que enseña la Biblia. Únicamente de esa manera podrán transmitir
a sus hijos, como ejemplos vivos, como “cartas abiertas” (cf. 2 Co. 3:1-3), los
valores del Reino de Dios.
Aquí podría hablar –y
lo voy a hacer- de mi padre. Aunque la persona a imitar es Cristo, Dios lo usó para
mi formación como ser humano, como canal de
bendición y como gran ejemplo en muchas áreas. Como cualquier ser humano, no
era perfecto, pero sus cualidades destacaban sobremanera: era honrado, íntegro,
humilde, sincero, fiel, atento con sus hijos, trabajador y dadivoso en grado
sumo. Jamás le escuché un
comentario soez o vulgar. Parco en palabras y sin necesidad de frases
grandilocuentes; su actitud hablaba por él. A pesar de ser muy reconocido por
su trabajo, no necesitaba llamar la atención sobre sí mismo ni se hacía
autobombo, al contrario que lo que hacen millones de personas. Tenía razones de
sobra para presumir pero era todo lo opuesto a altivo. Era un auténtico
caballero, de los que cada vez quedan menos en este mundo.
Nunca he estado ni
estaré a su altura, pero siempre será para mí “una carta abierta” y un ejemplo
en los aspectos que he recalcado.
La adolescencia es la segunda fase, no la primera
Muchos padres tratan
de educar a sus hijos a partir de la adolescencia. Esto conlleva que hayan
tirado a la basura diez años básicos en la formación de los pequeños. La
educación en la adolescencia es la segunda fase, no la primera. Así lo explica
Virgilio Zaballos: “Hay un tiempo para
cada cosa, también hay un tiempo para la corrección. Si pasamos ese tiempo,
puede que lleguemos tarde y perdamos la ocasión de la instrucción. Los expertos
en educación dicen que los siete primeros años son el momento de poner las base
de la educación futura. Lo que no hacemos en ese tiempo es mucho más difícil
hacerlo después. Sin embargo, la mayoría de los padres caen en el error de
pensar que corregir a sus hijos comienza cuando tienen uso de razón. Aplazan la
disciplina para cuando ya es muy difícil encauzarlos. Debemos ser diligentes en
el tiempo de la corrección, y hacerlo de tal manera que no destruyamos al niño
(Ef. 6:4, Pr. 22:6). [...] Es cuestión de amor, de hacerle sabio, de evitarle
que sea repelente, estúpido, mal criado, necio. Porque no hay mayor fealdad que
la de un niño consentido y mal criado”[3].
Si al niño o la niña
se le ha enseñado desde bien pequeño a no faltarle el respeto a nadie, a no
gritar como si fuera el increíble Hulk cuando se enfada –lleve o no razón-, a
respetar a sus maestros, a no insultar, y decenas de detalles más, será menos
probable que en la adolescencia ocurra algo de esto. Los mejores adolescentes
suelen ser aquellos que han sido educados desde la propia infancia, y ahí
reside buena parte del éxito o el fracaso.
Esto puede llevar a
pensar que, si el chico tiene 14 o 15 años, ya no se le puede educar. Pero esto
no es así; sí, será más difícil, pero no se debería descartar en ningún
momento. Si es tu caso como padre o como madre, donde no te has involucrado
seriamente en la educación de tu hijo, ahora es el momento de empezar. Quizá
sea el momento en que tengas una conversación de corazón a corazón con tu hijo
como nunca antes has tenido. Quizá él se quede mudo, sin saber qué decir,
avergonzado ante tal muestra de sinceridad. Quizá sea el momento de confesarle
tus errores, de que no te enseñaron a ser padre o que tuviste un modelo no muy
afortunado o ejemplarizante, de reconocer que no has estado a su lado en la
manera en que realmente necesitaba, de no haberte preocupado por sus
sentimientos más allá de decirle “cuidado con el mal camino y las personas que
lo transitan”, de no ser bueno expresando cariño, etc. Nunca es tarde para intentarlo.
El resultado final
Virgilio Zaballos, en
su sensacional libro “Esperanza para la familia”, dice: “También es importante decir que los hijos pueden y deben heredar la fe
de sus padres como algo natural vivido en casa. Aunque los hijos no puedan
especificar el momento exacto de su conversión porque siempre han convivido con
la fe. [...] comprenden su necesidad de redencion por la obra de Jesús y pasa a
ser parte de ellos como un proceso gradual pero evidente”[4]. Comparto dicha idea. Ahora bien, hay otro
concepto que va de la mano: tanto hijos como
padres deben saber que el resultado final
–la persona en que se convertirá el adolescente cuando se convierta en
adulto-, dependerá del propio hijo, de
sus propias decisiones y de la propia voluntad. Él tiene la última palabra.
Sean buenos o malos padres, hayan inculcado buenos o malos valores, el individuo tiene la capacidad de aprender
y desaprender tanto lo bueno como lo malo que ha observado en sus progenitores.
Puede vivir conforme a la voluntad de Dios o dejarse arrastrar por la corriente
y ser una gota más de agua entre el mar.
La psicología humanista enseña que el origen del mal
temperamento de una persona puede ser la ira acumulada durante su infancia
contra sus padres u otras muchas razones, y señala que, cuando solucione esos
problemas, su forma de ser se encauzará. Sin duda, esta idea puede llevar parte
de razón, pero no completamente. Es verdad que el hijo de un borracho es
propenso a serlo también por el mal ejemplo que ha observado, pero que haya
recibido una mala influencia no determinará que lo sea forzosamente. Y, de
igual manera, una buena educación no garantiza que la persona se muestre
bondadosa.
Aunque es cierto que
una burra engendrará siempre un pollino, en la especie humana no es así.
Seguramente, unos malos padres enseñarán sus animaladas a sus hijos (la
mala educación, el desperdicio del tiempo, la idolatría, la agresividad, las
palabras malsonantes, la amargura, el sexo prematrimonial que ellos hicieron, etc.),
pero eso no significa que el hijo vaya a seguir sí o sí la misma senda. Puede
que aborrezca con toda su alma el ejemplo que ha recibido desde jovencito y
rechace lo que contempló. Y lo mismo de forma opuesta: unos buenos padres, que
inculquen valores cristianos, no implica per
se que el joven los interiorice y los viva. Puede que decida ser todo lo
opuesto. A estos malos hijos, los describe Proverbios: “Hay generación que maldice a su padre y a
su madre no bendice” (Pr. 30:11). Sea un camino u otro, al final, la
determinación es personal.
La responsabilidad última recaerá a nivel individual,
no sobre los padres o el ambiente, y así lo enseña la Palabra de Dios: “Los padres no morirán por los hijos, ni los
hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado” (Dt. 24:16). En última instancia, cada uno es responsable de sus
actos. De lo contrario, el apóstol Pablo no hubiera escrito estas palabras: “De manera que cada uno de nosotros dará a
Dios cuenta de sí” (Ro. 14:12).
Ante todo esto, la Escritura es clara al respecto: “Y si dijereis: ¿Por qué el hijo no llevará el pecado
de su padre? Porque el hijo hizo según el derecho y la justicia, guardó todos
mis estatutos y los cumplió, de cierto vivirá. El alma que pecare, esa morirá;
el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo;
la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (Ez. 18:19-20).
Por esto, los padres
cristianos, que han dado una buena educación a sus hijos, deben descansar en
Dios y no culparse –aunque les duela profundamente-, si estos no toman el
camino de la fe. Unos aceptarán los caminos de Dios con naturalidad y otros los
pisotearán con sus actitudes: relaciones sexuales, adulterio, borracheras,
lenguaje vulgar y todo lo citado en Gálatas 5:19-21 como obras de la carne.
En ese caso, Bernabé
Tierno señala qué tiene que hacer el padre y la madre con el hijo que trata de
alejarse de los valores que ha aprendido: “Adviértale
a tiempo el peligro que corre al abandonar los valores que se le han inculcado
en el hogar y hágale notar que no va a salir más beneficiado cambiando la
seguridad de unos principios morales por la tiranía de las normas arbitrarias
del grupo. La tolerancia excesiva, el permisivismo como norma y la falta de
firmeza y autoridad de los padres constituyen la causa de la mayoría de los
males que padece nuestra juventud”[5].
Una persona puede ser
como un coche en su infancia y adolescencia al que cambiar las piezas cuando se
estropea y al que decimos en que dirección tiene que ir, pero de adulto es él
quién toma el control del volante. De la misma maner, y tomando esto como idea,
los hijos no pueden culpar de sus malas decisiones en el presente a los padres,
incluso si éstos no fueron de provecho.
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