Venimos de aquí: Los lobos eclesiales
buscan la gloria personal, son controladores y manipuladores (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/03/73-los-lobos-eclesiales-buscan-la.html).
Veamos las cuatro últimas características
que poseen los lobos eclesiales. Como ya dije, algunos tienen unas y otras
tienen otras, aunque el “lobo alfa” suele tenerlas todas.
Son codependientes
Aunque
aparentan ser autosuficientes, son sumamente codependientes. ¿Cómo suelen
comportarse? Dejemos que sean ellos mismos los que se describan: “Regañamos,
sermoneamos, gritamos, chillamos, lloramos, suplicamos, sobornamos, protegemos,
acusamos, perseguimos, forzamos la conversación, nos evadimos de la
conversación, tratamos de generar culpabilidad, seducimos, ponemos trampas,
vigilamos, demostramos cuánto nos han herido, herimos nosotros a los demás para
que vean lo que se siente, amenazamos con hacernos daño a nosotros mismos, nos
enzarzamos en juegos de poder, damos ultimátum, hacemos cosas por los demás,
nos negamos a hacer cosas por los demás, nos vengamos, gimoteamos, mostramos
nuestra furia, nos mostramos desamparados, sufrimos en silencio o a gritos,
tratamos de complacer, mentimos, hacemos pequeñas bajezas, hacemos grandes
bajezas, nos estrujamos el corazón y amenazamos con morirnos, nos cogemos la
cabeza con las manos y amenazamos con volvernos locos, nos golpeamos el pecho y
amenazamos con matar a alguien, hacemos una lista de quienes nos apoyan,
medimos cuidadosamente nuestras palabras, regateamos, hablamos mal de alguien,
insultamos, condenamos, rezamos pidiendo un milagro, pagamos para que ocurra un
milagro, vamos a lugares a los que no queremos ir, nos quejamos, supervisamos,
dictamos, mandamos, nos quejamos, escribimos cartas, salimos, buscamos,
llamamos a todas partes, regañamos, tratamos de impresionar, aconsejamos,
leemos la cartilla, ponemos las cosas claras, insistimos, cedemos, provocamos,
tratamos de provocar celos, tratamos de provocar miedo, recordamos, inquirimos,
investigamos, revisamos los bolsillos, espiamos carteras, buscamos en los
cajones, escarbamos en las guanteras, miramos en la cisterna del baño, castigamos,
premiamos, casi nos damos por vencidos, luego lo intentamos todavía con más ahínco
y recurrimos a toda una serie de estratagemas [...] Los codependientes somos el
tipo de gente que continuamente y con gran cantidad de esfuerzo y de energía,
trata de forzar las cosas para que sucedan. Controlamos en nombre del amor. Lo
hacemos porque solo estamos tratando de ayudar. Porque nosotros sí sabemos cómo
se deben hacer las cosas y cómo debe comportarse la gente. Lo hacemos porque
nosotros tenemos razón y ellos no. Controlamos porque nos da miedo no hacerlo.
Porque no sabemos hacer otra cosa. Porque pensamos que tenemos que hacerlo.
Porque no pensamos. Porque es lo único en que podemos pensar. Porque esa es la
manera en que siempre hemos hecho las cosas”[1].
La misma autora define a los
codependientes de esta manera: “Tiránicos
y dominantes, algunos gobiernan con mano férrea desde un trono que ellos mismos
se han atribuido. Son poderosos, saben más que nadie. Y las cosas se harán como
ellos digan. Ellos se van a encargar de que así sea. Otros hacen su trabajo
sucio en forma encubierta. Se ocultan tras un disfraz de dulzura y amabilidad y
secretamente se dedican a lo suyo: meterse en los asuntos de los demás. Otros,
suspirando y llorando se declaran incapaces, proclaman su dependencia, dicen
que son víctimas y logran controlar mediante su debilidad. Son tan
desamparados. Necesitan tanto de nuestra cooperación. No pueden vivir sin ella.
Algunas veces los débiles son los manipuladores y los controladores más
poderosos. Han aprendido a manipular a los demás tirando de los hilos de la
lástima y la culpabilidad [...] Temen dejar que los demás sean como son y dejar
que las cosas sucedan de un modo natural. Tratan de controlar a los sucesos y
las personas a través de su desamparo, de sus sentimientos de culpabilidad, de
sus amenazas, de sus consejos o de sus dominios. Llega el momento en que
fracasan en sus intentos o provocan la ira de los demás. Se sienten frustrados
y enojados. Se sienten controlados por los sucesos y por la gente”[2].
La esclavitud
bajo la que viven los codependientes se podría resumir en las palabras de
Rousseau: “Hay quien se cree el amo de los demás, cuando en verdad no
deja de ser tan esclavo como ellos”[3].
Son
histriónicos y emocionalmente bipolares
Podríamos añadir que poseen cierto grado de trastorno
bipolar y en buena parte son histriónicos. Son exagerados y dramáticos, tanto
cuando hablan de Dios detrás de un púlpito como cuando lo hacen sobre asuntos
propios. Suelen sobreactuar, magnificando exageradamente los sentimientos,
tanto los positivos como los negativos. Se comportan como si estuvieran
actuando en una obra de teatro y una cámara de vídeo los estuviera grabando
continuamente como parte de un show espectacular. Interpretan un papel. Por eso
gesticulan sobremanera, con muecas artificiales carentes de naturalidad. Todas
estas expresiones faciales son intentos para llamar la atención sobre las
palabras que pronuncian y están totalmente calculadas, con el deseo de provocar
un efecto emotivo en la audiencia que les escucha anonadada. Con el tiempo, el
personaje que han creado se funde con la persona (el yo verdadero), haciendo difícil
distinguir entre uno y otro.
Pueden ser
seres encantadores, cariñosos y cálidos cuando están felices y se sienten cómodos
en una situación. Dicen lo que tengan que decir para lograr lo que quieren.
Cuando no alcanzan de los demás sus deseos, y las personas no actúan como
querrían que lo hicieran, pueden convertirse en verdaderos ogros: fríos,
despiadados, caprichosos y superficiales. Un ejemplo “no-religioso” lo
encontramos en Adolf Hitler, quien “temblaba
de pies a cabeza, se le desorbitaban los ojos, echaba espumarajos por la boca,
agitaba espasmódicamente los puños golpeando cuanto hallaba cerca de sí e,
incluso, se tiraba al suelo, retorciéndose allí como una fiera, llegando alguna
vez a morder las alfombras”[4]. En el mundo
religioso no se suele llegar a tales extremos, ya que estos actores son más
comedidos y dominan de otra manera el escenario. Saben cuándo alzar la voz y
cuándo guardar silencio. Saben qué palabras deben usar y cuáles no. Saben qué
expresiones mostrar y cuáles dejar para otra ocasión. Saben qué momento es el
adecuado para reír y cuál para llorar.
Esta característica
es la que mayormente desconcierta a los que están cerca de estos individuos,
puesto que no saben a qué atenerse ni cómo comportarse ante ellos. Hay que
estar siempre pendiente ante sus cambios de humor camaleónicos y a cómo se
levantan por la mañana, con la tensión interna que acarrea a sus seguidores.
Esto es insufrible. Un día te adoran y al día siguiente te asesinan con la
mirada. Estas relaciones terminan por ser
destructivas y finalmente solo permanecen junto a ellos los que se someten a
sus mandamientos. Es una relación que
depende completamente del grado de obediencia hacia ellos. Son personas
autoritarias: “El autoritario, aunque lo parezca, no tiene autoridad,
por eso la fundamenta en el miedo. Piensa, como el príncipe Maquiavelo, que es
mejor ser temido que amado. No da órdenes para hacer mejores a los que dependen
de él, para ayudarles a crecer, sino que sólo piensa en sí mismo. El
autoritario es egoísta. Teme que la situación se le vaya de las manos, por eso
se vuelve duro e intransigente. No sabe rectificar, porque cree que hacerlo es
signo de debilidad. Eso le convierte en una persona excesivamente rígida y
difícil de tratar”[5].
Viven bajo un continuo estado de ansiedad, por lo
que suelen manifestar todo tipo de dolencias psicosomáticas, las cuales, a
medio y largo plazo, terminan pasándoles factura: taquicardias, agotamiento
nervioso, problemas de corazón, úlceras, dolores musculares, enfermedades
crónicas, etc.
Se mueven
por una doble ética
Quizá una de las razones más esgrimidas por los
creyentes que han salido de iglesias locales (aparte de las doctrinales), sea
la que llamo ética géminis. Ésta es
la que muestra dos caras: una en el púlpito, donde todo es amor, bondad y
misericordia, y otra en las relaciones personales, cuando al menor síntoma de
contrariedad juzgan a las personas con dureza y severidad. Es el testimonio de
miles de cristianos en todo el mundo. Observaron una manifiesta y continua
hipocresía, por lo que hicieron bien en marcharse: “Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”
(Lc. 12:1).
En estos casos, las palabras de los que están al
frente no concuerdan con sus acciones. Usan una ética y moralidad para sí
mismos y otra para el resto del cuerpo de Cristo. Son los que te abrazan en tu
dolor cuando estás con ellos, pero se burlan a tus espaldas de cómo expresas
tales sentimientos.
Predican contra la crítica, pero ellos mismo la llevan
a cabo sin miramiento. Predican sobre la integridad personal, pero ellos no la
conocen. Predican sobre la sinceridad, pero no tienen problemas de conciencia
en mentir si es necesario; según ellos, para preservar el bien general, cuando
la realidad es que la mentira es el miedo de los cobardes. Predican sobre la
ira que Dios derramará sobre todos aquellos que hablen en contra de los
líderes, pero éstos despotrican impunemente por la espalda contra los hermanos
que, según su parecer, no dan la talla espiritual. Predican sobre la santidad,
pero ellos mismos se la toman a la ligera. Predican sobre la libertad y la
gracia, pero ellos imponen a los demás cargas y leyes humanas. Predican sobre
el amor llenos de aparente emoción, pero luego se dejan llevar por la carne en
muchas áreas de sus vidas. Predican sobre el darse a los demás, pero luego los
usan para su propio beneficio. Predican sobre la relación fraternal en la
congregación, pero luego están faltos de tacto y sensibilidad. Predican sobre
la correcta forma de hablar, pero luego en sus bocas se manifiesta ira contra
los que consideran sus oponentes o sobre aquellos que no les obedecen. Predican
sobre la confianza que se debe depositar en ellos, pero luego revelan los
secretos que les han contado en privado.
Sobre este último aspecto, José
María Martínez es contundente: “Es de
lógica elemental que el pastor haya de mantenerse fiel a la confianza que en él
depositan sus hermanos. Aunque en el ministerio evangélico no existe la
confesión auricular, no son pocas las personas que abren de par en par su
corazón ante su guía espiritual, a quien hacen confidente de sus mayores intimidades.
Le hacen auténticas confesiones, cuyo secreto no se puede divulgar, a menos que
el ministro quiera destruir su prestigio e influencia juntamente con el
bienestar de la iglesia. Si en la Escritura se condena la chismografía de
algunas mujeres (1 Timoteo 5:12-23), ¿cuánto más no habrá de reprobarse la
indiscreción de un líder cristiano?”[6]. No hay mayor traición que un
pastor que cuenta los secretos de los hermanos a otras personas, y esto es algo
que suelen hacer los lobos.
No hay que valorar a estas personas únicamente por sus
enseñanzas, porque pueden predicar hasta cierto punto una sana doctrina. El
juicio de valor debe estar en función de sus acciones. Jesús fue bastante
explícito: “Guardaos de los falsos
profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son
lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los
espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el
árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el
árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y
echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:15-20).
Y los frutos no son personas más cariñosas (ya que eso lo podemos encontrar
hasta en el circo), ni los milagros, ni un local más grande, ni más miembros en
la congregación o más dinero recaudado, sino el apego a la sana doctrina
inseparablemente acompañada de una vida que manifiesta el fruto del Espíritu, conforme a la ética cristiana transmitida
en la Palabra de Dios[7].
Esto incluye que cumplan los requisitos establecidos
por Pablo en las cartas a Timoteo y a Tito (irreprensibles, de buen testimonio,
decorosos, sobrios, dueños de sí mismo, prudentes, justos, santos, amantes de
lo bueno, hospedador, amables, apacibles, no iracundos, no pendencieros, no
codiciosos de ganancias deshonestas, no avaros, no soberbios, no dados al vino,
que gobiernen bien su casa, que retengan la palabra fiel tal y como ha sido
enseñada, aptos para enseñar, etc.): “Por
razones obvias, no se espera que el pastor sea sumamente perfecto en todas
estas áreas; pero sí que posea el respaldo de Dios, la madurez necesaria y el
fruto evidente en su vida para que sea capaz de ejercer la autoridad bíblica; y
los miembros de la congregación sujetarse a él debidamente”[8].
Terminan por ser
descubiertos
En apariencia pueden parecer muy espirituales, pero al
predicar de una manera y vivir de otra carecen de la autoridad moral para
ocuparse de la grey del Señor. No se puede señalar los “pecados” ajenos y dejar
a un lado los propios. Es como el fariseo enaltecido que daba las gracias por
no ser como el publicano, cuando realmente era peor (cf. Lc. 19:9-14).
Quienes viven de tal manera, tarde o temprano son
descubiertos: “Porque nada hay
encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse”
(Lc. 12:2). Al final, de una manera u otra, la verdad sale a la luz: “Los pecados de algunos hombres se hacen patentes antes que ellos vengan a juicio, mas a otros
se les descubren después” (1 Ti. 5:24). Ambos textos suelen citarlos contra los que se marchan de sus congregaciones, pero olvidan que también se aplica a ellos mismos, como si fuera un boomerang del que no pueden escapar.
¿Qué hacen cuando les descubren?: se justifican de mil
maneras diferentes o arremeten contra aquellos que destapan su doble ética,
difamándolos para que sus palabras no sean tenidas en cuenta. Aunque a veces se
hace difícil identificarlos (porque saben jugar muy bien sus cartas y son
expertos en el arte de fingir y en poner cara de póker), finalmente todo
termina por destaparse. Las evidencias resultan abrumadoras. Sus huellas les
delatan: “En el ministerio cristiano no
basta la fidelidad en la proclamación de la verdad; es indispensable la
fidelidad en la práctica de la verdad. De todo siervo del Señor debiera poder
decirse lo que se atestiguaba de Orígenes: ´Como enseña, así vive, y como
vive, así enseña`. Lo más deplorable para
un mensajero de Cristo sería que pudiese aplicársele aquel viejo epigrama: Lo
que haces habla tan alto que no puedo oír lo que dices”[9].
Continuará en: ¿Tienen cura los
lobos eclesiales? ¿Qué se esconde tras su máscara?
[1] Beattie, Melody. Libérate de la codependencia. Sirio.
[2] Ibid.
[4] Solar, David. El último día de Adolf Hitler. La esfera de los libros. P. 247.
[5] Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo digas a mis padres. Ariel. Pág. 151.
[6] Martínez, José M. Ministros de Jesucristo (Vol. 2). Clie.
[7] En el
libro ¿Qué ocurre con los que no somos
sanados?, de Carmen Benson, la autora señala que las personas más santas
del mundo son aquellas que poseen los estigmas
físicos de Cristo. Una falacia extrema.
[8] Martínez, José M. Ministros de Jesucristo (Vol. 2). Clie.
[9] Martínez, José M. Ministros de Jesucristo (Vol. 1). Clie. P. 38.
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