Venimos de aquí: El mayor problema que tienen los jóvenes y adolescentes: Doctor Jekyll y
Mr. Hyde (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/09/82-el-mayor-problema-que-tienen-los.html).
Tras la lectura de la novela y el breve análisis que
hicimos de ella en la primera parte, toca ahora profundizar en dicha
historia y ver su relación con la enseñanza bíblica. Aunque ya lo dije, vuelvo
a matizar que el título debería incluir no solo a los adolescentes, sino a
todos los seres humanos, independientemente de la edad que tengan. Si he citado
únicamente a los jóvenes, es porque este escrito está dirigido a ellos y, claro
está, a los padres para que puedan hablar con ellos de estos temas de forma
amena pero profunda.
El bien y el mal
Existen ciertas cuestiones que la humanidad se ha
planteado desde tiempos inmemoriales: ¿Cómo es posible que la raza humana haya
“creado” genios en todas las áreas y facetas como Beethoven, Mozart, Ghandi,
Michael Jordan, Luther King, Steven Spielberg, Groucho Marx, Miguel Ángel,
Velázquez, Einstein o Alexander Fleming, y,
al mismo tiempo, hayan existido monstruos como Hitler, Sadam Hussein,
Pinochet, Rasputín, Stalin, Slobodan Milosevic, Bin Laden, Gadafi o Kim
Jong-il? ¿Cómo es posible que hayamos fabricado cohetes para llegar al espacio
exterior, aviones que sobrepasan la velocidad del sonido, edificios arquitectónicamente
perfectos de más de cien plantas y, de igual manera, creado armas de tal
potencia que podríamos destruir este planeta decenas de veces? ¿Es cierto que
en el hombre su inteligencia va pareja a su crueldad? ¿Por qué somos capaces de
dar nuestra vida por un desconocido y también arrebatar la vida de nuestro ser
más querido en un arrebato de locura?
La realidad es que somos capaces de lo mejor y de lo
peor. Ese es nuestro contraste, nuestro “yo” inseparable. El bien y el mal, el
amor y el odio, el afecto y el desprecio, conviven en nuestro interior en
aparente armonía. El alienígena de la película “Contact” nos definió
perfectamente: “Sois una especie
interesante. Una mezcla interesante. Capaces de los sueños más hermosos y de
las más horribles pesadillas”.
La mayoría de nosotros no somos ni genios ni
monstruos, pero sí llevamos en nuestro interior un pequeño genio y un pequeño
monstruo. Esa es nuestra inequívoca condición dual. Como alguien dijo: “Toda
foto brillante tiene un negativo oscuro”.
Los antropólogos y sociólogos humanistas que ignoran a
Dios en sus postulados desprecian tales ideas, como el conocido psiquiatra
español Luis Rojas Marcos en su libro Las
semillas de la violencia, que lo
achaca todo a “la
versión laica de un paradigma fascinante que encontramos en el corazón de la
mitología cristiana y que ha perdurado durante siglos: la doctrina del pecado
original”. Y así expone sus ideas que
chocan frontalmente con las Escrituras: “Es obvio que un grupo reducido de la población lo forman seres
envidiosos, vengativos, psicópatas, tiranos, violadores, asesinos. Pese a esto,
no haría justicia a la realidad humana si no os recordara un hecho tan
reconfortante como cierto: la inmensa mayoría de las personas son compasivas,
tolerantes y pacificas. El rechazo de la violencia es uno de los atributos de
los seres humanos. La prueba es que nuestra especia perdura. Si fuéramos por
naturaleza crueles y egoístas, la humanidad no hubiera podido sobrevivir mucho
tiempo. Ninguna sociedad puede existir sin que sus miembros estén continuamente
ayudándose los unos a los otros [...] la violencia
humana no es instintiva, sino que se aprende”[1]. Para ser psiquiatra, es tremendamente optimisma, y está
profundamente equivocado.
No hace falta irse a las grandes desgracias que
suceden en este mundo. A nuestro alrededor lo vemos a menor escala: ¿Cómo es
posible que, cuando alguien trata de adelantarse al número que le corresponde
en su cita con el médico o en la cola del carnicero, el resto de los presentes
saltan como buitres? ¿Y qué de la violencia verbal que salta igualmente cuando
las circunstancias son contrarias? ¿Por qué muchos mienten cuando se ven en
apuros? ¿De dónde surge el odio entre aquellos que expresan distintas posturas
políticas y que derivan en los nacionalismos más radicales? ¿Por qué sale de
nosotros el genio cuando estamos conduciendo y nos encontramos en medio de un
atasco o alguien hace una maniobra que nos pone en peligro? ¿Por qué nos cuesta
tanto respetar a los que piensan de forma opuesta a la nuestra? ¿Pacíficos por
naturaleza? Señor Rojas, aparte de a usted mismo, ¿a quién quiere engañar?
Si somos tan buenos, ¿por qué aprenden con tanta
facilidad los niños el mal y es tan difícil inculcarles el bien? ¿Instinto o
educación? Dios mismo responde: “El
intento del corazón del hombre es malo desde su juventud” (Gn. 8:21). Es
cierto que no todos somos genocidas ni maltratadores, pero el mal forma parte de nosotros: basta que nos toquen una
zona sensible del alma para que saltemos. Recordemos que el mal es, ni más ni menos, lo
contrario a la voluntad perfecta de Dios.
No todos los psiquiatras opinan como el señor Rojas,
ni son tan favorables sobre las supuestas bondades de la naturaleza humana. Aceptan
que la maldad sí es innata en nosotros, aunque crecerá de una manera u otra
dependiendo de ciertos factores, como puede ser la educación, el ambiente
social, etc. Aunque estos factores influyan, el instinto primario hacia el mal –que implica hacer lo contrario a
los deseos de Dios- está presente desde
que nacemos.
El cuándo y
el porqué de la semilla
Todos los seres humanos hemos nacido con una semilla
que forma parte de nuestro ser. Esa semilla que nos impulsa y que nos inclina hacia el lado errado trae como fruto el
mal, tomando forma en nuestras palabras, pensamientos y hechos, de forma o más
o menos intensa. Es como estuviéramos atados a una pesada cadena y una mano
invisible tirase de nosotros hacia nuestro lado menos amable. ¿Te has
preguntado alguna vez por qué hay ocasiones en que haces y dices lo que
no quieres hacer ni decir? ¿Ha llegados a expresar con tu propio vocabulario
la idea que transmitió Pablo de sí mismo: “Lo
que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco” (Ro.
7:15)?
Tenemos primero que preguntarnos desde cuándo y por
qué tenemos esa simiente en nuestro interior. Cuando Dios creó al ser humano,
en él no había mal ni corrupción; Salomón lo describió así: “Dios hizo al hombre recto” (Ecl. 7:29).
Tanto el hombre como la mujer fueron creados libres pero sin la propensión al mal, y con una única naturaleza, al contrario que
lo que afirmaba el Doctor Jekyll. Pero ocurrió
algo que todos los cristianos saben: “El
pecado entró en el mundo por un hombre (Adán), y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres,
por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).
En el huerto del Edén, el hombre y la mujer
fracasaron. Desobedecieron a Dios y pagaron unas consecuencias terribles: la
expulsión del Paraíso, la separación del Creador y, en consecuencia, el dolor,
el sufrimiento y la muerte. Nuestra
naturaleza quedó corrompida. Caímos por completo. Desde aquel instante,
quedó plantada en nosotros una semilla que, con el paso del tiempo, crecería
más y más. Podríamos llamarla de muchas maneras: “naturaleza caída”, “el mal”,
“la incapacidad de hacer el bien según los patrones de Dios” o de otras formas.
Era, y es, como una enfermedad, un virus, un cáncer, que se transmitió de
generación en generación, propagándose por todo el género humano como si una
piedra de varias toneladas de peso hubiera caído en un lago, provocando ondas y
removiéndolo absolutamente todo. Esa es la herencia que nos dejó Adán y por la
cual quedamos “infectados”. Nuestra naturaleza original fue corrompida. Pasamos de tener una sola naturaleza inclinada al bien a una sola naturaleza podrida por el pecado e inclinada al mal, plantada en nosotros
por herencia, que afecta por igual a todas las etnias y razas del mundo. Dios
mismo lo observó tiempo después, cuando el hombre comenzó a multiplicarse sobre
la faz de la tierra: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era
mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de
ellos era de continuo solamente el mal” (Gn. 6:5).
El hombre pensaba en nuevas formas de hacer el mal de
manera continua. Y así ha sido desde la caída. Fue el ser humano el que pensó
en el asesinato, en la violación, en el aborto, en todo tipo de aberraciones
sexuales, en el maltrato físico y psicológico, en las blasfemias hacia el
Creador, en las mentiras, en la hipocresía, etc. En definitiva, en todo tipo de
maldad que nos podamos imaginar.
Como consecuencia de todo esto, desde que nacemos, en
menor o mayor grado, con más o menos consciencia de nuestros actos, queriendo o
sin querer, llevamos a cabo obras y acciones que son el resultado directo de
esa naturaleza caída. Esta es la gran
diferencia entre la antropología bíblica y la humanista sobre la naturaleza
humana. Mientras la primera enseña claramente que somos malos a causa de la
naturaleza caída, la segunda especifica que somos buenos –o, al menos,
neutrales-, y que es lo externo (la sociedad, la educación, el ambiente, etc.),
lo que nos lleva a cometer malas acciones. Por eso, ellos, como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde, hablan de dos naturalezas, cuando solo
poseemos una desde la Caída. Dos puntos de vista irreconciliables.
Nada de esto quita que conservemos cierta capacidad de
hacer el bien, incluso con nuestra naturaleza espiritual muerta, aunque no nos
sirva para alcanzar la salvación. Por eso, podemos ver a personas que, sin ser
creyentes, entregan todo su amor a sus hijos y se desviven por ellos, o a
individuos que se lanzan al mar tras un desconocido que se está ahogando y que
ni siquieran forma parte de sus familias. Y millones de historias que se
podrían contar.
Continuará en: La única solución al gran problema de
los jóvenes y adolescentes.
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