¿Con qué dificultades
se enfrentan los jóvenes para ser diferentes a la masa? ¿De qué manera el resto
ejerce sobre ellos la llamada “presión de grupo”?
El pasado reciente y el presente
Basta con comparar
genéricamente algunos aspectos del pasado cercano y del presente para comprobar
la manera en que los que el lenguaje, la vestimenta, la manera de actuar y de
vivir, han variado radicalmente:
a) En el pasado
cercano, las jovencitas vestían como señoritas y los jovencitos elegantemente.
Únicamente las personas de dudosa reputación se exponían como lo hacen
actualmente. Quienes eran decentes y de buen nombre, reservaban para el esposo
y la esposa la visión de casi toda la anatomía. Y, por supuesto, ni hombres ni
mujeres iban por la ciudad dejando al descubierto la ropa íntima. Esto solo
sucedía en los cabarets –que siguen
existiendo-, donde había todo tipo de shows para adultos, protagonizados por
mujeres semidesnudas (como las gogos
de las discotecas).
b) En el pasado
cercano, cuando aparecían los dos rombos en la pantalla –que indicaba que el
programa era para mayores de 18 años-, el destino automático y marcado por los
padres a sus hijos era irse la cama sí o sí.
c) En el pasado
cercano, el lenguaje vulgar brillaba por su ausencia ya que no era parte del
vocabulario de los adolescentes. Nunca era la norma sino la excepción. Los
padres se encargaban de que así fuera. Los insultos eran irrisorios comparados
con los que se escuchan actualmente entre los jóvenes y se leen en las redes
sociales y en los comentarios de las noticias, tanto nacional como deportivas.
Este tipo de lenguaje ya está integrado de forma natural en el vocabulario
juvenil. Incluso muchos lo usan como si no fuera algo ofensivo.
d) En el pasado
cercano, las escenas cinematográficas de amor eran dos personas juntando los labios sin moverse
durante unos segundos. Hoy no se deja nada a la imaginación y, más allá de los
deseos sexuales inherentes a la condición humana y que todo hombre y mujer
posee en mayor o en menor medida, la sobreestimulación de estos deseos por
parte de la sociedad es evidente y feroz.
e) En el pasado
cercano, los padres conocían a los amigos de sus hijos (incluso tenían algún
tipo de relación con los progenitores), aparte de que sabían qué estaban
haciendo cuando se juntaban. Hoy en día, eso brilla por su ausencia: “Hay padres que no se preocupan ni poco ni
mucho de las compañías que frecuentan sus hijos, ni de cómo emplean su tiempo
libre”[1]. Por lo tanto, es algo que los padres deben corregir: “Una cosa es
compartir secretos con los amigos y otra muy distinta mantenerlos a ellos en
secreto. Si el adolescente nunca habla de sus amigos, sale a escondidas, se
niega a explicar quién le llama por teléfono o con quién pasa el tiempo libre;
si cuando su padre lleva al lugar de reunión exige que le deje en una esquina
distinta, o cuando le va a recoger le encuentra solo, es que algo pasa.
Probablemente se haya unido a un grupo que sus padres encontrarán, con razón,
poco adecuado. Conviene averiguarlo lo antes posible. [...] Invite a los amigos de sus hijos a casa. Es la mejor
forma de conocer quiénes son, de dónde vienen, cómo piensan y qué influencia
ejercen sobre sus hijos[2]. [...] Con mucho tacto y perspicacia se han de poner los
medios para que nuestros hijos lleguen a los 20 años al lado de buenos amigos,
respetuosos con sus valores, responsables, alegres, sanos de cuerpo y espíritu.
Quien se integra en un grupo de amigos generosos y afables con la intención de
cumplir los objetivos que se ha propuesto en la vida, es casi seguro que lo
conseguirá”[3]. ¿Qué tendrían que
hacer los padres respecto a los amigos? Teniendo en cuenta que no pueden elegir
su grupo de amigos, deben aconsejar y orientar, sobre todo enseñándoles “la diferencia entre un compañero, un
cómplice y un amigo. Un compañero es
el que comparte con ellos unos mismos gustos y aficiones, va a la misma clase o
juega en el mismo equipo, los compañeros tienen intereses comunes y se ayudan
mutuamente. Sin embargo, con un compañero no se tiene intimidad y la confianza
que se tiene con un amigo. Con el cómplice,
en cambio, el grado de intimidad y confianza es mayor, pero no llega al de la
amistad. Ellos creen que son realmente amigos, sin embargo no se trata más que
de una relación (muy fuerte, eso sí) sostenida por unos intereses determinados.
Conviene hacerles ver que el cómplice parece un amigo, pero en el fondo no lo
es, porque colabora con ellos en actos que no les convienen; un adolescente
necesita cómplices para comenzar a fumar, para beber, para probar las drogas,
para ir de marcha... Algo muy diferente es un amigo o una amiga de verdad. El amigo quiere nuestro bien y nos
ayuda a conseguirlo, comparte con nosotros su tiempo, es un apoyo en los
momentos difíciles y la persona con la que queremos compartir nuestra dicha.
Con los amigos tenemos verdadera intimidad (por eso no suelen ser muchos)”[4].
El cambio ha sido brutal
Nuestros barrios,
nuestras comunidades, nuestra sociedad, nuestras ciudades, nuestros países,
nuestro mundo, ha cambiado de forma inenarrable. Ya nadie se sorprende de nada porque
estamos acostumbrados. Lo que era repudiable hace no mucho tiempo, hoy es normal y loable. Muy pocas cosas
escandalizan ya a un adolescente. Cuando se les describe la realidad social que
vivieron sus antecesores, les cuesta la misma vida imaginárselo. Les parece una fantasía más propia de Alicia en el País de las Maravillas. Y
los entiendo: por la corta edad que tienen, no han conocido otro mundo; en este
caso, el pasado cercano. Por eso tachan a los demás de viejos. En lugar de creer que los valores eran más sanos, llegan a
afirmar con toda contundencia que era un tiempo donde las personas estaban
reprimidas. Para ellos, “no poder hacer todo lo que me da la gana”, es estar
reprimido. Ese es el concepto de libertad que tienen, por encima de valores absolutos
entre el bien y el mal.
No estoy vendiendo la
época pasada como la ideal en todos los aspectos. La incultura, el machismo
exacerbado, la ausencia de derechos civiles en las mujeres y en diversas
etnias, la falta de libertad religiosa (o la obligatoriedad de “creer” y
“suscribirse” a alguna fe en particular), el matrimonio infantil, y multitud de
cuestiones que parecían más propias de bárbaros que de seres humanos –aunque
muchas de ellas se siguen produciendo en países musulmanes o subdesarrollados-, nos hace desmitificar la supuesta inocencia
del pasado. Y la infidelidad, el adulterio, las borracheras y la promiscuidad
no son inventos del siglo XX; existen prácticamente desde que el ser humano
apareció al frente de este planeta.
El problema de fondo es
que, lo que la juventud considera un mundo de ciencia ficción que ha
evolucionado a mejor, realmente es una vuelta a la época cavernícola: priman
los instintos. Habremos progresado en derechos sociales y en una tecnología que
nos hace la vida más cómoda, pero a niveles éticos y morales estamos en un mundo como el que
ya cité, el de Charlton Heston en El
Planeta de los Simios: un lugar donde los seres humanos no han destruido el planeta con una guerra nuclear, sino con los valores perniciosos que están
transmitiendo a los más jóvenes. De la infancia se salta con pasos agigantados
a una vida “adulta” insana e inmoral.
El porqué de la presión de grupo que envuelve a los
jóvenes
Entre ellos mismos se
transmiten los valores que les ha mostrado la sociedad que vimos en el capítulo
anterior, y se produce lo que se conoce como “presión de grupo”. Esto puede
llegar a ser brutal para cualquiera que se resista. Nadie quiere sentirse fuera
de onda, ni sentirse rechazado por el grupo o aislado. Mucho menos ser
considerado por la mayoría como
un bicho raro: “Tiene que intentar adaptarse a la movida que el grupo impone para no
quedarse fuera, para lograr la aceptación y esquivar el aislamiento o rechazo
de sus amigos, y para ser líder ha de hacerlo mejor que nadie, demostrar
pericia insólita, sorprendente, digna de admiración. En ocasiones, la movida
impone consumir drogas, alcohol, las fugas del colegio y otra serie de
comportamientos extremos”[5]. En el caso específico
de las chicas, durante la pubertad y adolescencia media, “le dan mucha importancia al hecho de tener fama entre sus compañeras
de clase, lo consideran el trampolín que las lanzará al éxito con los chicos,
sobre todo porque la popularidad, además, envuelve a la afortunada con un halo
áureo que la hace admirable, envidiable e inalcanzable al mismo tiempo. Buscan
el reconocimiento para mitigar la continua amenaza de no caer bien. Quien no
cae bien no es nada ni nadie y lo peor es que su defecto es considerado
contagioso, lo que hace que entre las jóvenes flote un permanente ambiente de
cruel vigilancia”[6]. También es cierto que
“es poco frecuente que una chica
responsable y estudiosa se junte con otras proclives a las fugas del colegio o
que un gamberro se haga íntimo de un grupo de muermos. La influencia del grupo
es relativa: la pandilla no elige al joven, sino que, por el contrario, es el
adolescente quien se une a personas que comparten sus mismos problemas. Solo de
este modo se siente comprendido y puede luchar. Por esta razón, el que vive en
una familia hostil prefiere y busca la compañía de camaradas en situación
parecida; así, juntos intentarán dar salida a su frustración mediante el
ejercicio de una actividad donde puedan brillar con luz propia. El problema
está en que tal actividad suele introducirse en el terreno de lo prohibido, en
cuyo caso lo nocivo no es la influencia del grupo, sino por qué el adolescente
ha escogido tales compañías: el joven que elige el lado pernicioso de la vida
ya estaba predispuesto a ello antes de entrar en el grupo y por tanto, opta por
una pandilla capaz de dar salida a tal predisposición”[7].
La presión para...
Sabiendo que hay
veces en que es el joven el que busca un grupo que terminará siendo de mala
influencia y otras en que es absorbido sin que tuviera él tuviera esa intención
inicial, la realidad es que hay presión de grupo para:
- Beber: “¡Venga,
prueba! Es solo una copita. Ya verás qué subidón te da. No podrás parar de
reír”.
- Fumar: “Una
caladita. Te relajará. ¿Es que no eres un hombre o qué?”.
- Vestir de
determinada manera: “¡Ponte esta blusa y lúcete que pareces mi abuela con esa
ropa! ¡No seas mojigata! ¡Ya verás cómo animas a los chicos y lograrás que
pierdan la cabeza por ti!”.
- Ir a discotecas y
pubs nocturnos: “¡Venga, que va a ir mogollón de peña guapa y va a ser la
fiesta del año!”.
- Perder la
virginidad: “¿En serio que todavía no te has acostado con nadie? ¡No me lo
puedo creer! ¿Es que quieres ser monja? Pues que sepas que toda la pandilla ya
lo ha hecho. Si surge la oportunidad, no seas zoquete y aprovecha”. Incluso la
prensa se hace eco de esto: “Históricamente,
la virginidad se ha encumbrado, pero el guion ahora es diferente. Si hace unos
años ser casto era símbolo de pureza, en la actualidad se interpreta como un
estigma o un estado inusual. [...] La psicóloga Elena Crespi entiende que el
coito temprano se ha convertido en la última imposición social y la presión
empieza a ser abrumadora. “Ante tal
panorama, son muchos los jóvenes que se precipitan a la vida sexual, más que
por deseo, por miedo al rechazo o a la burla de sus amigos más precoces”.
[...] Crespi recibe numerosos testimonios de adolescentes que cuentan que han
perdido la virginidad con cualquiera o que están viviendo sus primeras
relaciones sexuales sin plantearse si realmente desean tener sexo con esa
persona. “Simplemente porque les hacía un
poco de gracia y así poder decir con alivio que ya lo han hecho. No saben que
al dar este paso sin tener en cuenta qué quieren están menospreciándose a sí
mismos y cayendo en manipulaciones sociales”[8].
Consecuencias
Ante esta presión de
grupo y las “amistades”, sucede lo que sucede: “Mi hija de 14 años conoció el curso pasado a unas amigas que según
ellas son alegres y divertidas y no tienen problemas porque pasan de todo. A mí
no me gustaban ciertas cosas que me contaba al principio, como que fumaban, se
bebían una botella de cerveza de litro entre dos y cosas por el estilo, y así
se lo manifesté. Su respuesta fue que a ver si me modernizaba como las madres
de sus amigas, que fumaban, copeaban y alternaban igual que ellas”[9]. De ahí la descripción que hace de la
situación Bernabé Tierno: “Movida por su
afán de novedades, se entrega de lleno a la pandilla, grupo o club donde piensa
encontrar apasionantes y estimulantes experiencias. Es así como muchas quedan
despojadas de sus convicciones, criterios y formas de pensar, rindiéndose
incondicionalmente, y acogiendo sin replicar cualquier tipo de norma, directriz
o consigna marcada por el grupo. [...] El tabaco, la bebida, el baile, la música
estridente y las conversaciones plagadas de tópicos al uso, constituyen los
pilares básicos de unas relaciones tangenciales y superficiales, así como de un
estilo de vida basado casi exclusivamente en la inconsecuencia, el absurdo, la
banalidad y el predomino de las sensaciones momentáneas sobre la coherencia y
la razón”[10]. Tal y como señala
Alejandra Nágera respecto a los jóvenes que ya tienen este estilo de vida
establecido: “Su existencia transcurre en
una especie de agujero negro, de letargo emocional. La asfixia de estímulos les
mantiene permanentemente insatisfechos y en el intento de hallar curación
buscando anécdotas y sensaciones que espabilen de forma momentánea el tedio.
Suelen hallarlas en experiencias fuertes, agresivas, en todo aquello que ponga
su vida al borde del límite”[11]. Esta sociedad está cultivando
una generación llena de conocimientos y con una formación profesional
extraordinaria, pero con unos valores morales que dejan mucho que desear, y
que, sin embargo, se están normalizando, al extremo de ser considerados
correctos y deseables. Por citar algún ejemplo: cuando defienden como lo más
natural del mundo el aborto libre y el consumo indiscriminado de alcohol, o el querer llamar “matrimonio” a la
unión de dos personas del mismo sexo.
El que no piensa igual, es considerado un intolerante.
La cosecha de lo que hemos sembrado ya la estamos viendo en la juventud del
presente. Y más que será cuando ellos sean los padres, tengan sus propios hijos
y le enseñen lo mismo. Decadencia en estado puro y que irá en aumento, llena de
“hombres (y mujeres) amadores de sí mismos, avaros,
vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos,
impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles,
aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los
deleites más que de Dios” (2 Ti. 3:2-4).
No sé lo que mis ojos llegarán a ver en lo que me
queda de vida, pero con toda seguridad me dejará estupefacto. Más veces de las
que nadie se puede imaginar me siento como Lot: “abrumado por la nefanda conducta de los malvados [...] viendo y oyendo
los hechos inicuos de ellos” (2 P. 2:7-8).
A un cristiano adulto
y maduro que se le considere “raro” (dicho incluso en tono peyorativo), por no
ser pensar ni actuar con los mismos valores que el resto de la sociedad, puede tomárselo como un halago y un indicio
de que está siguiendo el camino de Cristo: “Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros,
mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos;
porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt. 5:11.12). Pero, para un adolescente que asiste al
instituto, cualquier descalificativo dicho por sus compañeros contra su persona
por no ser como el resto, puede ser
durísimo de encajar. Bobo y tonto es lo mínimo que pueden lanzarle como una
flecha contra el mismo centro del corazón, y a partir de ahí cualquier insulto
que se encuentre en el diccionario y de invención propia. El porqué es muy
sencillo de explicar: “abominación es al impío el de
caminos rectos” (Pr. 29:27b). Incluso los jóvenes que no son
cristianos pero que no han perdido toda la sensibilidad confiesan sentir repulsa de lo que ven en otros.
La lucha a muerte entre valores opuestos
Ante toda la “oferta
desenfrenada” que existe y la “presión de grupo” que hemos analizado en estos
dos capítulos, los padres cristianos que quieren educar en valores sanos a sus
hijos lo tienen complicadísimo; como diría Buzz Lightyear, el
personaje de Toy Story: “hasta el
infinito y más allá”. En el fondo, y analizándolo fríamente, es como un combate
de Boxeo entre “los valores del mundo” y “los valores del Reino de Dios”. Estos
dos púgiles se enfrentan; chocan; sangran; sudan hasta la extenuación. Se
golpean en la mandíbula y en el costado hasta el último asalto. Y no puede
quedar en tablas. Solo uno quedará en pie y triunfará. Hasta que ese Reino sea
establecido cuando el Rey regrese, estamos en medio de la lucha, y más los
padres con hijos.
Sin ser padre, tengo la certidumbre de que serlo es
la tarea mas ardua y compleja que existe. Si ya me resulta frustrante en muchas
ocasiones tratar de enseñar a amigos, conocidos y familiares sobre las verdades
eternas de Dios –y más sabiendo la guillotina que se alza sobre sus cuellos y
que puede caer en cualquier momento-, y comprobar que las ignoran por completo,
no puedo imaginar cuán doloroso tiene que resultarle para un padre y una madre
la misma situación. Por su parte, tienen que entender lo que hemos visto: ir
contracorriente no es nada fácil cuando la personalidad todavía no se ha
formado y establecido, y este es el caso de los jóvenes.
Continuará en: Cómo enseñar a pensar a los
jóvenes y adolescentes –puesto que todos son inteligentes-, para que aprendan por sí
mismos.
Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100
preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 233.
Nágera, Alejandra. La edad del pavo.
Temas de hoy. Pág. 198, 244.
Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100
preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 224, 225.
Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo
digas a mis padres. Ariel. Pág. 94, 95.
Nágera, Alejandra. La edad del pavo.
Temas de hoy. Pág. 178.
Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100
preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 242.
Nágera, Alejandra. La edad del pavo.
Temas de hoy. Pág. 238, 243.