Venimos de aquí: Que se les escuche y se les corrija: lo
que necesitan los jóvenes (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/32-que-se-les-escuche-y-se-les-corrija.html).
Los hijos...
No quieren ser comparados
No hay que hacer
comparaciones con los hijos de otras parejas o con sus propios hermanos: “Mira
qué ordenado tiene su cuarto y mira el tuyo”, “mira como él se lo come todo y
tú eres el más delicado del mundo”. La realidad es todo esto les hiere en grado
sumo porque los avergüenza ante todos y los deja en evidencia. Eso no es educar;
es provocar una herida: “Un error muy
común es la comparación con otros. Que tonto eres hijo, mira a fulano qué listo
es. Esto provocará la rivalidad, la envidia y el odio hacia sí mismo, hacia el
padre y la persona con quien se le compara. Las comparaciones deforman la
identidad personal. Somos personas individuales, únicas e irrepetibles, no
soldaditos de plomo”[1].
Si como adultos no
nos gusta que hagan eso con nosotros, cuánto más a un joven. Se sienten
humillados, marcados y descalificados, lo que les lleva a desconfiar de sus
padres. Si ya de por sí les cuesta tener una sana estima propia, esto lo
empeora: “En otras ocasiones el mensaje
es muy sutil: ´¿por qué no obtuviste mejores calificaciones? A tu hermano
siempre le iba bien`. ´¿Por qué sales con ese individuo? No sirve para nada`.
Algunos conocemos las miradas de nuestros padres, las muecas de desagrado, el
encogerse de hombros, el señalar con el índice, el tono de voz o el suspiro de
resignación. Todos estos mensajes son violentos. Son el resultado de una ira
indebida que se expresa mal y cuya intención no es la crítica constructiva o la
disciplina. Son mensajes violentos porque provocan heridas duraderas y
perniciosas en las víctimas”[2].
En la Biblia vemos un
claro ejemplo de los efectos perniciosos que puede llevar que un padre se
comporte de manera diferente con sus hijos. Es el caso de Jacob, quien cometió
un grave error. Dice la Palabra: “Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque
lo había tenido en su vejez; y le hizo una túnica de diversos colores. Y viendo
sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían,
y no podían hablarle pacíficamente” (Gn.
37:3-4). Puede ser razonable que le tuviera un cariño especial a José por haber
nacido “fuera de tiempo” y de forma inesperada. Además, fue engendrado por
Raquel –el verdadero amor de Jacob, por encima de Lea, su primera esposa y que
fue impuesta-, que fue estéril hasta que Dios revirtió la situación. Pero de
ahí a amarlo más que a todos sus hijos... Nada lo justifica.
Ponte en la piel de ellos y pregúntate cómo te
sentirías. Seguro que muy mal. Como ser humano –aunque no comparta dichos
sentimientos- comprendo que el resto de sus hermanos no le tuvieran mucha
simpatía a José, e incluso celos. El origen de los mismos partió de la actitud
errada del padre. Aunque Dios tenía un plan mayor, sabemos en primera instancia
lo que hicieron los hermanos de José: quisieron matarlo y finalmente lo
vendieron como esclavo. No los defiendo ni mucho menos; solo señalo de dónde
partió todo: del error de un padre.
Que un padre pueda apreciar de forma distinta a dos
hijos propios es comprensible, igual
que nos podemos sentir más cercanos a un hermano o a un amigo que a otro porque
compartimos forma de ser, valores, gustos, etc. Pero es cruel que haya
diferencias en la actitud ante un hijo y otro. No puede haber tratos de favor
para uno y todo lo contrario para el otro. Es injusto ser
“paciente-impaciente”, “perdonar todo-no pasar ni una”; “justificar los
errores-acusarlo por todo”, dependiendo del hijo.
Por eso la actitud que tuvieron Isaac y su esposa
Rebeca con sus hijos resulta condenable: “Y
crecieron los niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero
Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas. Y amó Isaac a Esaú, porque
comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob” (Gn. 25:27-28). El mal ejemplo
de los padres –al amar más a un hijo que a otro- provocó que incluso Jacob (el
hermano pequeño) hiciera lo que ningún hijo se hubiera atrevido a plantear:
embaucar a su hermano para que éste le vendiera los derechos de primogenitura,
y todo por un mísero plato de lentejas. Incluso su madre conspiró con él para
engañar a su padre y lograr la bendición que le correspondía a Esaú (cf. Gn.
27). ¿Cuáles fueron las consecuencias entre ambos hermanos? “Y
aborreció Esaú a Jacob por la bendición con que su padre le había bendecido, y
dijo en su corazón: Llegarán los días del luto de mi padre, y yo mataré a mi
hermano Jacob” (Gn.
27:41). Los celos, las envidias, el odio, las malas actitudes y los engaños
entre hermanos tuvieron su origen en el favoritismo y en la diferencia de trato y sentimiento
de cada padre hacia sus hijos. Es un caso que lamentablemente se repite una y
otra vez, y cuya lección deberían aprender los padres para no cometer tales
errores.
Respeto
El adolescente tiene
que tener la seguridad de que no se van a burlar de sus palabras y sus
sentimientos. Cuando se produce algún tipo de menosprecio (con risas, comentarios
sarcásticos o malas caras), el joven tenderá a encerrarse. Nadie en su sano
juicio hablaría si sabe que se van a reír de él y no lo van a tomar en serio: “Nuestras palabras forman imágenes y
construyen el pensamiento (cf. Pr. 23:7). A menudo usamos palabras fabricadas
que repetimos a nuestros hijos de manera mecánica sin darnos cuenta del daño
que producen. Por ejemplo: este niño es muy malo. Esta expresión le afirmará
más aun en la maldad. El niño acabará respondiendo a lo que se dice de él: eres
un inútil y lo serás toda la vida. Esto es como una profecía que pesará como
una losa en su alma”[3].
Cuando los padres se
quejan de que el hijo apenas les cuenta nada de sí mismo, deberían analizar si
buena parte de la culpa es más de los progenitores que del chico, por la
actitud previa que han mostrado hacia él de forma reiterativa. Es completamente
imposible que el adolescente esté cómodo y relajado con sus padres cuando éstos
se dirigen a él exclusivamente para desaprobarle. A los jóvenes les pesa como una
losa esas miradas que les dedican, hasta el punto de que no pueden ni mantener
el contacto visual, por lo que evitan mirar a los ojos directamente.
Por ejemplo, una
desconsideración que tienen que evitar es hablar en términos negativos de él en
presencia de amigos propios o de los suyos y de familiares –con una especie de
actitud despistada como si él no estuviera presente y no les oyera-, y sacar un
listado de todas aquellas cosas que no hace bien o en las que ha errado.
Deberían ser momentos para reafirmarlo y mostrar cuán orgulloso se sienten
de él por diversos aspectos de su personalidad.
También hay que huir
de gastarles bromas a costa suya si no les agradan. Cuando somos adultos
resulta muy sencillo reírse de uno mismo y no tomarse tan en serio, pero de
joven no resulta así, y las burlas pueden herir y marcar profundamente.
Distintas muestras de amor
Instintivamente, los
padres piensan que amar a su hijo es todo aquello que citamos en capítulos
anteriores: prepararles la comida, comprarles ropa, llevarles en el coche al
instituto, darles dinero, etc. Y en el cuidado que tienen de ellos, estos
elementos son una parte, pero ni mucho menos debe ser el todo. El amor se demuestra de muchas maneras, pero no se compra regalándole la nueva PlayStation
ni con 200 euros para que se vaya de compras con los amigos o de viaje de fin
de curso. Eso, por sí solo, es malcriarlo. Abarca, principalmente y por encima
de todo, lo que hemos visto en este capítulo y en los anteriores: valoración,
comprensión, ser escuchados y respeto.
A esto tendríamos que
añadir un apunte más: las muestras físicas de afecto. Durante la infancia hay
multitud de carantoñas, besitos, abrazos, miradas cómplices y de alegría. Por
alguna razón, poco a poco todo esto va desapareciendo hasta convertirse en un
lejano recuerdo. Y claro, si después de muchos años los padres abrazan a sus
hijos adolescentes, éstos se sentirán violentos e incómodos. Antes de que esto
ocurra y sea demasiado tarde, ¡no dejes nunca de abrazar! ¡No dejes nunca de
besar! ¡Míralos con ternura cuando quieras mostrarle tu afecto! ¡Pon tus manos
sobre las suyas! ¡Reconforta con tus brazos apoyándolos en sus hombros! Puede
que esto se vea como algo extraño en este mundo –para algunas cosas tan formal
y para otras tan informal-, pero, si no lo haces, se lanzará sobre el primero
que se lo ofrezca. Como acertadamente apunta Virgilio Zaballos: “Abrazar a nuestros hijos y manifestarles
cariño y afecto les evitará tener una carencia que buscarán llenarla de otra
forma y en otros lugares”[4].
Por la edad en la que
se encuentra, casi con total seguridad, no le gustará que lo hagas en público.
Pero ahí tienes tu casa. Algunos adolescentes dirán que ya no son niños para
que sus padres les besen cuando se levantan por la mañana o antes de acostarse,
pero, en el fondo, se mueren de ganas por recibir distintas muestras físicas de
afecto. Hay hijos que guardan buenos recuerdos de que cuando estuvieron
enfermos. Algo contradictorio, ¿verdad? Pero si lo afirman es porque confiesan
que las únicas veces en que sus padres les tocaban era cuando les ponían la mano
en la frente para comprobar si tenían fiebre. Esa es la razón que lleva a
algunos adolescentes a fingir enfermedades leves como dolor de cabeza, mareos,
problemas estomacales, etc. Es la manera que tienen de llamar la atención de
sus padres para sentir amor de esta manera tan concreta.
Recuerda el segundo
gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mr. 12:31). Junto a tu
cónyuge, tu hijo es tu prójimo más cercano y al primero al que debes amar: “Jugad con vuestros hijos, divertíos con ellos, alegraos de tenerlos
cerca. No digáis que son una carga. Decidle con frecuencia que les queréis. Son
cosas que no basta con sentirlas”[5].
Continuará en: Tu hijo necesita que hables con él “de todo” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/04/51-tu-hijo-necesita-que-hables-con-el.html).
[1]
Zaballos, Virgilio. Esperanza para la
familia. Logos. Pág. 54.
[2]
Vallejo-Nágera, Alejandra. Hijos de
padres separados. Temas de hoy. Pág. 99.
[3]
Zaballos, Virgilio. Esperanza para la
familia. Logos. Pág. 54.
[4] Ibid. Pág. 61.
[5]
Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo
digas a mis padres. Ariel. Pág. 201.
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