Sin ningún tipo de
equipaje y exclusivamente con un billete de ida, el norteamericano Arthur Brennan desembarca en Japón rumbo al Aokigahara, un extenso bosque a los pies del
Monte Fuji (sí, el mismo donde un tal Mazinger
Z tenía su base...), con la clara intención de suicidarse tras la muerte de
su esposa Joan.
Así comienza la dramática
película “The Sea of Trees” (“El mar de
los árboles”, aunque titulada en España como “El bosque de los sueños”) y que,
en mi opinión, tiene un trasfondo muy parecido a “Alma salvaje” (de la que ya
hablé en http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/06/alma-salvaje-cuando-el-dolor-puede.html). Supongo que no la titularon “El bosque de los
suicidios” para no confundirla con un film de terror con dicho nombre y que se
estrenó el mismo año.
En la realidad,
el Aokigahara es un lugar al que acuden muchas personas para acabar con
sus vidas, tanto japoneses como extranjeros, siendo el segundo lugar en el
mundo con mayor número de muertes tras el puente Golden Gate de San Francisco
en Estados Unidos. De ahí parte la idea para contarnos las desventuras de
Arthur (interpretado por Matthew McConaughey) y aclararnos por medio de varios flashback qué le ha llevado a tal
situación. Tras adentrarse en el siniestro lugar (que en la mitología japonesa
está asociado a demonios y maldiciones), comienza a tomarse varias pastillas
para acabar con todo. Pocos segundos después, se cruza en su camino Takumi Nakamura (representado por el célebre actor Ken
Watanabe), quién está malherido, por lo que decide ayudarle.
Yo no quiero morir. No quería vivir
Cuando Arthur le pregunta a Takumi qué hace allí si tiene dudas sobre qué
hacer –suicidarse o no-, éste le contesta: “Yo no quiero morir. No quería vivir”. Aparentemente es lo mismo, pero su
esencia cambia por completo. La diferencia es abismal entre ambas frases.
Dejando a un lado el
folclore japonés y la fantasiosa explicación final muy propia de la new age (que no destriparé por si
alguien quiere ver), es a partir de aquí donde los cristianos –y también los
que no lo son- pueden empezar a reflexionar. Como la inmensa mayoría de los
seres humanos, muchos han pasado en sus vidas por situaciones muy dolorosas. En
ocasiones, incluso desgarradoras. Son momentos que cambian la forma de verlo
todo, donde uno se siente perdido, sin rumbo y sin propósito. Es como sentirse vagando
en un bosque de dudas, confusión y desasosiego, que nos lleva a quedarnos
anclados en el pasado.
Puede que tú mismo
estés viviendo en el presente en tu particular Aokigahara. No quieres morir, pero tampoco
deseas vivir. No tienes ilusión. No le encuentras sentido a nada. No ves el
propósito. Por eso te evades en un mundo de ilusiones mentales y mundos de
fantasías donde eres quién te gustaría ser y estás en las circunstancias que
desearías para ti. O puede que hagas lo contrario: para no dedicar ni un
instante a pensar ni a sentir la tristeza que inunda tu alma, te sumerges en un
mar de hiperactividad, como el ocio y la recreatividad, los deportes, el
gimnasio, tareas eclesiales, humanitarias o sociales, etc., y que vienen a ser como
válvulas de escape y drogas emocionales.
Otros sencillamente
comienzan a vivir fuera de la voluntad de Dios (yugo desigual, inmoralidad,
relaciones sexuales sin estar casados, consumo de alcohol, etc.), aunque
algunos siguen congregándose, algo bastante contradictorio. Incluso los hay que
alcanzan sus “sueños” (dinero, casa, coche, pareja) pero, como le dijo Jesús a
la mujer samaritana, es un agua que no sacia nunca y vuelve a dar sed (cf. Jn.
4:13). La prosperidad, sea en el ámbito que sea, no cura el alma ni sirve de
nada de cara a la eternidad (Buscaste la plenitud
y el sentido a la vida por medio de las relaciones románticas, de los placeres y
del materialismo: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/08/3-buscaste-la-plenitud-y-el-sentido-la.html).
En el caso de Takumi, él estaba en el bosque porque le habían
degradado en el trabajo, hasta el punto de que nadie hablaba con él, como si no
existiera, y así no podía cuidar de su familia. Quizá es tu situación. Sientes
que eres invisible para el resto del mundo y especialmente para los que te
rodean. Sientes que eres sistemáticamente ignorado. Sientes que nadie cuenta
contigo ni te hace partícipe de su vida. Sientes que nadie te conoce realmente.
No hay amigos alrededor, ni cerca ni lejos, que sean como guardabosques y
centinelas que toquen la bocina cuando te encuentras perdido. Vives de ayudas
sociales o del sustento de los propios familiares. Nadie te espera en casa al
acabar el día. Todo el mundo te ha dado la espalda. No conoces el amor de
pareja de ninguna de las maneras. Los sueños que tenías se perdieron por el
camino. Esta situación descrita, en mayor o en menor medida, es la que padecen
multitud de individuos en todo el planeta. Si a eso le añadimos alguna
desgracia personal (un divorcio por infidelidad, una chica a la que el novio
abandonó tras dejarla embarazada, la muerte de uno o varios seres queridos,
algún tipo de trauma, una enfermedad, etc.), la ecuación está completa para
entender los resultados. ¿Quién querría vivir así? ¡Vivir es VIVIR y no
meramente existir y sobrevivir!
En el mundo se suicidan 800.000 personas al año,
siendo en España la primera causa de muerte “no natural” (las “naturales” son
fruto de una enfermedad), muy por encima de los accidentes labores, de tráfico
y de violencia. Piensa qué espeluznante resulta: ¡¡cada 40 segundos se suicida
una persona en el planeta!![1].
Y estos datos son extrapolables a los países ricos. Todos desean quitarse de
encima el sufrimiento que llevan a cuestas.
El cristiano que tiene su fe conceptual clara y cuya enfermedad mental no le ofuscado
completamente su conciencia (algo que suele darse en muchos casos de
suicidio), muy difícilmente llegará a este extremo, puesto que solo los ateos e
inconversos experimentan la desesperación de creer que la existencia no tiene
sentido ni propósito alguno. Aún así, el cristiano puede llegar a desear no
vivir -que no morir-, como un fantasma día tras días en el bosque de su mente,
que más bien parece una selva sin fin y sin escapatoria.
¿Una vida llena de prosperidad, éxitos y sin
sufrimientos?
¿Ser famoso?
¿Alcanzar la popularidad? ¿Ser admirado? ¿Tener riqueza? Casi con total
seguridad, no es tu caso ni el mío. ¿Y qué? Quién sabe si asistes a alguna
congregación que enseña todo lo opuesto: que Dios quiere que tu nombre sea
conocido y exaltado. Siento decirte que, si es así, te están engañando y
jugando contigo para su propio provecho, golpéandote como si fueras un balón de
playa, que va y viene según el viento hasta que cae en el agua y la corriente
se lo lleva.
También puede que
buena parte de la responsabilidad recaiga sobre ti y que tú mismo te hayas
empapado de libros de los mal llamados teólogos de la prosperidad. Este es el
origen de esa necesidad casi patológica que tienen muchos de mostrar sus
“éxitos” en las redes sociales, una moda malsana en la cual han caído
incontables cristianos (El cristianismo convertido en un show para el
beneficio y el lucimiento personal: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/01/el-cristianismo-convertido-en-un-show.html).
En las últimas
décadas ha surgido una generación de cristianos que, en lugar de experimentar
paz, sienten frustración y ansiedad. ¿Por qué? Porque les han vendido un
evangelio contrario al que se muestra en las Escrituras ya que hablan de un
tiempo presente donde el sufrimiento no existe, la enfermedad siempre es
derrotada, donde todo es fiesta continua y las bendiciones de Dios están a
punto de llegar en forma del trabajo de sus sueños, aumentos de sueldo y una
novia despampanante hecha a tu medida que Dios tiene guardada en algún lugar
(¿!?). Basta con ver multitud de grupos de cristianos jóvenes en redes sociales
que así lo creen porque han sido engañados y no lo saben. Es terrible que se
les inculque el tener y el hacer por encima del ser, donde el yo está por encima de la
voluntad de Dios.
Este tipo de cristianos –que han recibido una
enseñanza perniciosa- no están acostumbrados a los reveses de la vida porque
les han prometido que a ellos no les afectarán los contratiempos. De ahí que
cuando llegan, y tras comprobar que a su alrededor hay ateos, paganos y
blasfemos a los que la vida parece sonreírles más que a ellos, la desilusión toma el poder. Esto crea
multitud de inseguridades personales que afectan a la fe, a la que muchos
llegan a renunciar pensando que Dios (el “dios-concede-deseos” en el que
creían) es un fraude, cuando Cristo dejó bien claro que su reino no es de este
mundo (cf. Jn. 18:36). Palabras como las de Job –que sufrió lo indecible
y lo perdió absolutamente todo- (sus
hijos, sus tierras y su ganado) les resultan extrañas y no son capaces
de hacerlas propias: “Entonces Job se
levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y adoró, y
dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio,
y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no pecó Job, ni
atribuyó a Dios despropósito alguno” (Job 1:20-22).
Creer que la enfermedad y la muerte, que el dolor y el
sufrimiento, que los sueños no cumplidos y las metas no alcanzadas no es para
ellos, conduce a muchos a perderse en el bosque del que estamos hablando y a no
desear vivir en tales condiciones. Se quedan encerrados para siempre en su
particular cueva de Adulam, sin saber que ésta tiene el propósito de sanar las
heridas, fortalecerse en Dios y seguir adelante.
Desahogando
el corazón
Quien me lee habitualmente, sabrá que insisto mucho en
la necesidad imperiosa de ser sincero ante uno mismo, especialmente ante los
sentimientos de tristeza, dolor y amargura. Las pastillas, los ansiolíticos y
demás productos químicos que suelen recetar los médicos no rozan ni la
superficie del problema cuando está instalado en el corazón. Callar las
emociones negativas o ignorarlas es un como un tumor que termina afectando a
todas las esferas de la existencia.
Volviendo a la
película, Arthur comenzó a sanar cuando abrió su corazón ante Takumi y reconoció su verdadera razón por la que quería morir: no porque
hubiera perdido a su mujer o por el dolor que esto le suponía, sino por la
culpa que sentía. Estuvieron a punto de divorciarse dos veces porque el trato
mutuo que se daban no era nada bueno. Él la trataba mal a ella y ella a él. Ninguno
de los dos pudo pedir perdón y decir lo
siento. Joan, su esposa, era alcohólica y él tuvo una aventura tres
años atrás con una compañera de trabajo, algo que ella descubrió y nunca
perdonó ni superó, lo que le dió una razón para beber más y desconfiar en su
esposo, aunque mientras más lo despreciaba a él más se despreciaba a ella
misma. Él no la conocía de verdad: no sabía cuál era su color favorito
(amarillo), ni su estación del año preferida (invierno), ni tampoco su libro
favorito (Hansel y Gretel).
A ella le detectaron un tumor cerebral y dejaron
aparcado todo el pasado, pero no llegaron a sacarlo a la luz para sanarlo. Tras
ser operada satisfactoriamente, y cuando se iban a conceder una nueva
oportunidad de empezar de nuevo, la ambulancia fue arrollada por un camión con
un desenlace fatal. Tragedia sobre tragedia.
Es un caso extremo y que busca un efecto inesperado,
pero la evidencia para pensar es evidente: el dolor hay que sacarlo cuanto
antes, porque, de lo contrario, te afectará sin remedio en tu vida, aunque ésta
no acabe en una desgracia. Así que no
dudes un segundo en pedir ayuda. Deja a un lado el temor al qué pensarán.
Siempre habrá alguien que esté a tu lado si lo necesitas, pero tienes que
hablar y contar cómo te sientes.
Un enfoque radicalmente distinto para tu vida
Si el llamamiento de
Dios no es tener y ser como algunos dicen, ¿en qué consiste
la vida? ¿Éxtasis? ¿Emoción continua? ¿Placer sin límites? ¿Experiencias en el
tercer cielo? No. La respuesta es bien sencilla, y la ofrece Pablo: “No nos
cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gá 6:9). Hacer el bien: esa es una de las claves.
Infinidad de depresiones son consecuencia
directa de una continua introspección insana
de uno mismo, donde la persona, cada segundo de su tiempo, lo dedica a
analizar todo aquello que no marcha bien dentro de sí y de su entorno,
bloqueándolo por completo. Llega un momento en que, en
lugar de mirar cómo hacer el bien a otros, se encierra en sí mismo y en su
propia desolación. Por eso, los que menos se miran al ombligo son
los que menos posibilidades tienen de caer en la tristeza crónica, en la
conmiseración propia y en el luto sin fin.
Alguien que tiene
esta idea clara y la lleva a cabo (“hacer el bien”), no puede sentirse miserable
para consigo mismo. ¿Por qué? Porque no se puede desilusionar el que no espera
nada de la vida, de igual manera que no se puede hundir el que no busca la
felicitación cuando no la recibe. Su objetivo es, de una u otra manera, ayudar
a los demás haciendo el bien. La mejor manera de ayudarse a sí mismo es
ayudando al prójimo:
- Regalando una
sonrisa, un abrazo, una palabra de ánimo, una broma que haga reír o una ayuda
económica conforme a las propias posibilidades (cf. 1 Co. 16:2).
- Ayudando en tareas
sencillas a los que están cerca de ti: hacer la compra, llevar en el coche a
alguien que te lo pide, visitando a un familiar enfermo, etc.
- Ofreciendo compañía
al que no la tiene y una buena conversación que muestre verdadero interés en el
otro y no un mero monólogo sobre nosotros mismos.
- Predicando el
evangelio al que no conoce a Dios y mencionando cuán grande es el amor que el
Altísimo tiene por ellos como demostró en la cruz.
- Recordando sus
promesas al que las ha olvidado.
Y todo lo que se te
ocurra. Nunca olvides que “más
bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20:35).
Ahora bien, esto no
significa “quemarse”, que es lo que le sucede a muchos cristianos, que dan, dan
y dan, y no reciben absolutamente nada a cambio; únicamente críticas por “no
ser perfectos”. Debe haber un equilibrio entre dar y recibir.
Por otro lado, está
más que comprobado que la persona que se siente emocionalmente agotada, profundamente
triste y/o deprimida, no tiene “energía vital” ni ganas de hacer nada. Ejemplos
los hayamos en Moisés y Elías, que pasaron por épocas muy oscuras y de
depresión, tanto que le pidieron a Dios que les quitara la vida (cf. Nm. 10:15;
1 R. 19:4). Por
lo tanto, en esas situaciones, el creyente no debe cargarse a sí mismo queriendo hacer más cosas
sino que su prioridad debe ser cambiar internamente.
Tiene que aprender a:
- Modificar pautas en
su estilo de vida.
- Descansar
correctamente.
- Encontrar tiempo
para despejarse de ciertas actividades diarias.
Todo esto es lo que
hizo Dios con Elías, al que alimentó y le ofreció su presencia. Por eso Jesús
dijo: “Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt. 11:28-30).
La inmensa mayoría de los cristianos conocen estas palabras de memoria pero son
muy pocos los que las han asimilado en sus vidas diarias y no las ponen en
práctica.
Conclusión
Nadie existe porque
sí. Nadie nació por casualidad. Todo el mundo tiene un propósito en este mundo.
Ahora bien: depende de cada uno hacer o no la voluntad del Altísimo. Así que te
seré muy claro: desde el punto de vista de Dios –que es el que verdaderamente
importa y en el que debemos enfocarnos-, es preferible un “infeliz” en la
Tierra pero que ha nacido de nuevo
que a un “feliz” que lo tiene todo en este mundo pero no tiene a Jesucristo en
su vida. El primero, que transita por el camino estrecho, va directo a un
destino eterno glorioso, por muchas penurias que esté pasando o vaya a pasar.
El segundo, aunque cumpla todos sus sueños presentes, transita por el camino
ancho y va directo al sufrimiento eterno (cf. Mt 7:13-14). Visto así –que, como
repito, es la manera de Dios-, en un caso extremo, y como le dije a un amigo
conversando sobre este tema, prefiero a un verdadero cristiano viviendo debajo
de un puente en la miseria que a un hombre o una mujer que tiene éxito en el
amor, en los estudios, en el trabajo, en la economía y en la salud pero tiene
por extraño a Dios.
Esto no significa
que, en términos puramente humanos,
no me alegre cuando me encuentro con una persona y me cuenta que se ha casado,
que tiene hijos, que tiene un buen trabajo, etc. ¡Claro que me pongo contento!
Pero, igualmente, en términos puramente
eternos, siento tristeza si esa misma persona, en el día presente, no tiene
su nombre escrito en el Libro de la Vida.
Muchos se limitan a
hablar de las victorias militares del rey David o de cómo Moisés liberó al
pueblo de Egipto bajo la mano de Dios, proponiéndolos como ejemplos para
nuestras vidas, siendo nuestro objetivo la grandeza que ellos alcanzaron. Pero
son pocos los que citan la totalidad del siguiente pasaje, que viene a ser un
resumen de buena parte de la Biblia y de la historia de los creyentes: “Otros experimentaron vituperios y
azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados,
puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá
cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de
los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes,
por las cuevas y por las cavernas de la tierra. Y todos éstos, aunque
alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido;
proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos
perfeccionados aparte de nosotros” (He.
11:36-40).
Como los planes de Dios para la vida de cada persona
son diferentes e individualizados (por ejemplo, recordemos que Pedro murió
mártir como le profetizó Jesús mientras que Juan fue desterrado a la isla de
Patmos), esos “otros” puede que seamos tú y yo. Esos “otros” puede que no
recibamos latigazos en el sentido literal, pero sí en el alma por causa de
distintas circunstancias que nos acontezcan. Posiblemente tampoco recibamos en
esta vida lo prometido, pero lo recibiremos, con total seguridad, en la que verdaderamente importa, en la parte
eterna de nuestra existencia al lado de Dios.
Mientras que ese día
llega, sé una persona honrada, honesta, noble, sincera e íntegra, y no apartes
tus ojos de tu Hacedor y Salvador.