lunes, 2 de diciembre de 2019

¿Cuáles son los valores que te entusiasman, los de las personas famosas y "exitosas" o los de Cristo?



En la imagen, Katy Perry y Miley Cyrus como ellas se muestran: sensuales y exóticas. En la parodía del autor, la forma en que una persona normal las ve objetivamente: ridículas. Y, como ellas, cientos de famosos que si los despojamos de esa “aura” que nos han vendido, no son dignos de imitar, ni sus vidas ni sus valores.

Venimos de aquí: El peligro y las consecuencias de admirar a los famosos que “triunfan” en la vida (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/07/7-el-peligro-y-las-consecuencias-de.html).

Quedó patente en la primera parte que los famosos no suelen ser un buen ejemplo para nadie, y mucho menos para los jóvenes. Muchos podrán decir que también hacen obras sociales o tienen valores positivos. Y habría que decir que sí: aportan dinero, muestran el deseo de superación, la constancia en el esfuerzo y el empeño en seguir adelante a pesar del dolor, etc. Todo eso puede ser motivacional en algún momento determinado. Pero, a pesar de ello, no se puede cometer el grave error de separar a la persona en dos “entidades” diferentes: por un lado, su talento y, por otro, su ética. Si su moral choca frontalmente con los valores cristianos, sus habilidades musicales, deportivas o de cualquier otro tipo no tienen utilidad alguna.

Con dones pero con vidas inmorales
No se puede poner de ejemplo a personas que tienen “dones” pero viven bajo principios que atentan contra la voluntad y los mandamientos de Dios.
Esta historia que narra Charles Swindoll viene como anillo al dedo y refleja la doble moral de muchos que no son dignas de imitar, ya sean famosos o no: “Un hombre y una mujer que se detuvieron en un restaurante para comer algo. Compraron dos almuerzos a base de pollo y se fueron a comer a un parque. Pero, cuando abrieron la bolsa se encontraron con mucho más que pollo. ¡La bolsa estaba llena de fajos de billetes!
Como era una persona honesta, el hombre regresó al restaurante y devolvió el dinero. El gerente estaba maravillado mientras explicaba lo que había sucedido. Había estado trabajando en la parte trasera del restaurante y había colocado todo el dinero de las ventas del día en una de las bolsas utilizadas para llevar comida rápida. Luego puso la bolsa a un lado, lista para llevarla al banco. Cuando la empleada que trabajaba en el mostrador les entregó el pedido, tomó accidentalmente la bolsa equivocada.
El administrador estaba tan impresionado con la honestidad de este hombre que dijo:
- Voy a llamar al periódico local para que vengan y les tomen una foto a los dos. La gente necesita saber que todavía hay personas honestas como ustedes.
- No, no lo haga –respondió el hombre. Tomó del brazo al administrador del restaurante, lo llevó a un lado y le susurró al oído: Soy casado... y la mujer que me acompaña no es mi esposa[1].

Los malos valores transmitidos de generación en generación
Las ideas y valores que citamos en el artículo anterior se inculcan desde pequeños y luego se transmiten de padres a hijos. ¿El resultado? Convierte a cada nueva generación en superficial, simple y consumista, a la vez que más embobada por la televisión, las redes sociales y multitud de entretenimientos.
Por todo esto es tan habitual ver a individuos que logran objetivos llamativos y se vuelven soberbios y prepotentes ante el resto por no tener el nivel que ellos poseen. Me haría falta diez páginas para hablar de todos aquellos que he conocido a lo largo de mi vida que eran humildes cuando eran empleados normales y cómo se les subió a la cabeza el cargo cuando fueron ascendidos, convirtiéndose en auténticos déspotas que disfrutan burlándose de los demás.
Todo lo que hemos visto, como bien definió Salomón, es “vanidad de vanidades” (Ec. 1:2). Ninguna de las cuestiones citadas servirán para algo ni tendrán fruto alguno en la otra vida, puesto que en esta estamos de paso: “Como salió del vientre de su madre, desnudo, así vuelve, yéndose tal como vino; y nada tiene de su trabajo para llevar en su mano” (Ec. 5:15). Muchos se esfuerzan en construir en este mundo su propio reino, cuando éste tiene fecha de caducidad y está destinado a perecer. Por eso el Señor dijo que su reino no es de este mundo (cf. Jn. 18:36).

Los contravalores de Jesús: todo cobra sentido
Los valores de esta sociedad chocaron y chocan frontalmente con los de Dios. Puede que hasta el día de hoy hayas admirado a las personas equivocadas como si fueran ídolos de los que no te has guardado (cf. 1 Jn. 5:21), y tengas que meditar profundamente al respecto para deshacerte de toda la influencia que inconscientemente han ejercido sobre ti: “Amado, no imites lo malo, sino lo bueno” (3 Jn. 11).
Recordemos que la idolatría es todo aquello que se pone por delante de Dios: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites. !!Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:1-4).
Jesús es el verdadero famoso al que debemos seguir e imitar: “Pues para esto fuisteis llamados [...] dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas [...] Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (1 P. 2:21; Jn. 13:15). Sus valores deben ser nuestros valores. Sus principios deben ser nuestros principios. Sus pensamientos reflejados en Su Palabra deben ser nuestros pensamientos. Sus afirmaciones sobre la eternidad son las que debemos asimilar y vivir en consecuencia conforme a ellas.
En Él hallamos todo lo que el ser humano busca de otras maneras e incompletas:

- Sentido de pertenencia: como parte de los redimidos.
- El ejemplo a imitar: Cristo.
- La aceptación: comprendemos y sentimos cuál es nuestro verdadero valor al hacer las paces con Dios tras recibir su perdón por el sacrificio expiatorio en la cruz.
- El sentido de trascendencia: nuestra existencia cobra sentido, comprendemos nuestra propia inmortalidad y nuestro lugar dentro de la eternidad.

Seamos tajantes
Para que esta sociedad decadente te ame en el presente y te recuerde como alguien grande tras tu partida de este mundo, basta con que adoptes su forma de pensar, de sentir y de actuar. Hemos visto la manera en que la inmensa mayoría lo lleva a cabo. Lo único que hacen es “correr tras el viento” (Ec. 1:14). Todos ellos olvidan que si respiran cada segundo de sus vidas es porque su Hacedor así lo permite –y hasta que lo permita, ni un segundo más ni un segundo menos- y es a Él a quien deberían servir, en lugar de fabricarse modernos becerros de oro.
Para que no caigamos en la trampa que hay a nuestro alrededor, recordemos las palabras de Juan: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15-17).
La verdadera trascendencia es hacer la voluntad de Dios en la Tierra, seas valorado por ello o no, para que, cuando llegue el momento de estar en su presencia, te diga: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mt. 25:21). El reconocimiento del mundo no sirve absolutamente de nada –incluso es un severa señal de alarma- si en el momento de la verdad Dios te dice: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25:41).
¿Preferimos que nuestro nombre destaque y sea famoso entre los seres humanos que triunfan con sus propios valores ante los ojos humanos pero están alejados de Dios, o que esté escrito en el Libro de la vida aunque este mundo nos aborrezca? (cf. Ap. 21:17; Jn. 15:18).


[1] Swindoll, Charles. José. Mundo Hispano. Pág. 126-127.

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