Imagina
un mundo donde pudieras ser quien quisieras y hacer lo que te viniera en gana.
Ahora imagina que, a su vez, todo aquello que llevaras a cabo –principalmente
lo malo- no tuviera consecuencias legales de ningún tipo ni que tampoco
afectara a tu reputación: “Lo que sucede en ese lugar, se queda en ese lugar”.
Esta,
entre otras muchas ideas y planteamientos filosóficos (como el libre albedrío,
el destino, la culpa, los deseos de inmortalidad, etc.), es lo que nos ofrece
la famosa, profunda y compleja serie televisiva de suspense y ciencia ficción Westworld, protagonizada por algunos de
los mejores actores de la historia del cine, como Anthony Hopkins y Ed Harris,
entre otros, con una extraordinaria banda sonora y con una partitura musical a piano en su opening sumamente hermosa.
Puesto
que mi idea no es analizar todos y cada uno de los conceptos que en ella se
trata, me centraré en la que acabo de exponer, y que me va a servir para que
nuevamente miremos a nuestro interior como personas y como cristianos, y veamos
qué observamos y cómo nos vemos reflejados.
El mundo de Westworld
Esta
serie está basada en una película de 1973 del mismo título y que, en su momento,
me dejó impactado. Westworld es un parque temático ambientado en el Viejo Oeste
y caracterizado como tal. Los habitantes de este mundo son los “anfitriones”,
androides creados exactamente iguales a los humanos y que están programados
para llevar a cabo todos los deseos de los “huéspedes”, que son las personas reales.
A simple vista es imposible diferenciarlos, lo que da mucho juego a la trama.
Lo
único que no pueden hacer los anfitriones es causar daño físico a los
visitantes. Los humanos pueden hacer con ellos y en ese mundo ficticio lo que
les plazca, ya que sus actos no tienen consecuencias. Si mienten, no tiene
importancia porque es un juego y le mienten a un robot. Si tienen relaciones
sexuales con la prostituta del bar, no es infidelidad porque es un robot. Si cometen
una violación, no tiene importancia porque es un robot. Si matan, no tiene
importancia porque es un robot. Todo aquello que no se puede hacer en el mundo
real, ahí está permitido al ser una ficción.
Aunque
para algunos es simplemente una aventura donde disfrutan del lugar, para otros
muchos es una manera de expresar todo lo que hay en su interior y así poder cumplir
sus deseos más sórdidos sin consecuencias penales y sin el miedo al qué dirán
sus familiares y amigos.
Junto a
otros misterios que no quiero contar por si alguien está interesado en visualizarla[1], bien puedes imaginar que los robots
terminan por tomar conciencia y rebelarse. Pero no es ahí donde me quiero
detener, sino en cómo seríamos nosotros si pudiéramos acceder a ese parque bajo
las mismas condiciones.
El ateo sin consecuencias
Para el
ateo o alguien que dice ser cristiano pero realmente no lo es, su moral y ética
depende del momento, de sus propios pensamientos, de cómo se sienta, de los
valores que tenga en esa etapa de su vida y de multitud de factores. Puede
tener principios fijos, pero estos pueden cambiar ya que no se basan en algo
inamovible como la ética cristiana que tiene su base en la Biblia. Sin saberlo,
viven según la famosa frase atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le
gustan tengo otros”:
- Tengo novia y nunca la he engañado,
pero qué hay de malo en recrearse en otras bellezas...
- Estoy casado y soy fiel, pero si
aparece alguien mejor...
- No soy promiscuo, pero si surge una
buena ocasión...
- No soy mentiroso, pero si alguna vez
tengo que hacerlo...
- No suelo emborracharme, pero si me
reúno con buenos amigos...
- No soy violento ni agresivo, pero que
no me provoquen...
- No soy irascible, pero que nadie me
hable mal...
- No le grito a mi cónyuge, pero que no
me lleve la contraria...
- No soy un ladrón, pero si puedo sacar
provecho económico...
Y estoy hablando de inconversos con un
mínimo de ética, no de aquellos que directamente viven en libertinaje y
“buscan” llevar a cabo estas prácticas y acciones.
Aunque digan ser personas íntegras,
muchos de ellos tienen una ética doble o “adaptable” a las circunstancias.
Ellos ven el escenario de este mundo como una especie de Westworld: al considerar que no existe un Dios y Juez ante el que
un día tendrán que rendir cuentas, actúan en muchos aspectos como si este mundo
fuera ese parque de atracciones.
El cristiano que cree que sus pensamientos no
tienen consecuencias
En el
lado opuesto, los cristianos decimos que no actuamos como ellos:
- Tengo novia y nunca la he engañado, y
no me recreo en otras mujeres.
- Estoy casado y siempre seré fiel,
aunque aparezca alguien muy llamativo.
- No soy promiscuo y nunca lo seré,
aunque surja una ocasión.
- No soy mentiroso, aunque sienta que a
veces debería serlo para evitarme problemas.
- Nunca me he emborrachado, hagan lo que
hagan los demás.
- Nunca le he pegado a nadie, y nunca lo
haré aunque me provoquen.
- No le falto el respeto a mi marido,
aunque haya ocasiones en que estemos en desacuerdo.
Posiblemente,
todas estas afirmaciones sean ciertas en tu caso. Tú mejor que nadie sabes qué
es verdad y qué podrías añadir o quitar. Pero ahora hazte esta pregunta: si tus
actos no tuvieran consecuencias, si nadie te viera, si nadie te juzgara, si
pudieras acceder de incógnito a Westworld,
¿qué cosas harías? ¿Qué te dice tu naturaleza caída? ¿Ha hecho ella una lista?
Este es
el punto de inflexión: externamente puede que no hagamos nada de lo que haría
alguien sin principios bíblicos, pero ¿y en nuestra mente? ¿Qué ideas,
pensamientos y deseos fuera de la voluntad de Dios se mueven en ese “mundo
mental”?:
- ¡Qué
mujer más espectacular! ¡Quién pudiera disfrutar de semejante cuerpo!
- Mi
marido ha olvidado la pasión romántica. ¡Lo increíble que sería tenerla con ese
otro hermano de la iglesia de sonrisa deslumbrante y hombros hercúleos!
- ¡Qué
persona más odiosa! ¡Si pudiera le daría un gancho de izquierda que lo
noquearía un par de meses!
- No es
una mentira, solo una mentirijilla sin importancia.
- Mi
marido me tiene harto y cuando llegue del trabajo le voy a gritar hasta
reventarle los tímpanos. ¡Con lo cariñoso, bueno y complaciente que es mi
compañero de trabajo! (sí, el de los ojazos verdes).
- ¡Odio
a mi profesor! (mientras le sonríes esperando que te apruebe).
- ¡Ven
aquí que te dé un abrazo! (cuando piensas en la puñalada que le darías).
- ¡Te
echamos de menos hermano! (cuando en realidad nadie quiere verle).
He
citado cuestiones genéricas. Cada uno sabrá qué hay en su mente. Eso sí, de
cara a los demás, todo esto se silencia o queda disimulado. Aunque es real ese
dicho que dice que “del dicho al hecho hay un trecho” –puesto que el hecho de
que un pensamiento forme parte de la mente no significa automáticamente que se
vaya a llevar a cabo-, los pensamientos sin acciones consumadas no tienen
consecuencias reales. Y el cristiano comete un error si cree que, mientras todo quedé dentro de sí, no está mal lo que está pensando.
La
cuestión es que lo que realmente le
importa a Dios es nuestro ser interior, ya que ese es nuestro verdadero yo. Si nos creemos buenos porque de
cara a los demás hacemos “lo correcto” aunque de cara a nosotros mismos vivamos
en “lo incorrecto”, estaremos cayendo en el error de los fariseos. Jesús lo
explicó de forma tajante en sus famosos “oísteis
que fue dicho... pero yo os digo” (cf. Mt. 5). Hacer la voluntad de Dios
no es cumplir una serie de requisitos externos (como creían los judíos), sino
que es algo que debe empezar internamente, en el yo auténtico.
Los cristianos caemos con mucha
facilidad en este error por dos razones:
- Creemos que en nuestra mente, como
nadie nos ve, podemos ser como queramos,
de una manera u otra, como el estribillo de aquella canción de Alejandro Sanz:
“Cuando nadie me ve, puedo ser o no ser”.
- Pensar que, como no son visibles,
nuestros pensamientos no tienen consecuencias. Sí, puede que nos los tengan en
términos humanos, pero sí en términos eternos. ¿Cómo acaba el libro de
Eclesiastés?: “El fin de todo el discurso
oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo
del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Ec.
12:13-14).
¿No podemos cambiar?
Otra de
las ideas planteadas en la serie es que los seres humanos no podemos cambiar,
puesto que sencillamente “obedecemos” a nuestro código con el que fuimos
programados. Posiblemente la idea teológica más interesante de Westworld. Como bien sabemos, nuestro
“código” está defectuoso, averiado y corrompido; por eso el Nuevo Testamento
habla una y otra vez de nuestra naturaleza caída y de la necesidad del
sacrificio de Cristo en la cruz para pagar por nuestros pecados. Es aquí donde,
una vez más, nos damos cuenta que “no hay
justo, ni aun uno. [...] No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”
(Ro. 3:10, 12). Como Jesús dijo: sólo Dios es bueno (cf. Mr. 10:18).
Esto
significa que no podemos cambiarnos a nosotros mismos. No podemos cambiar ese
“código” puesto que solo Dios puede hacerlo, como Él mismo prometió: “Os daré corazón nuevo, y pondré
espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu,
y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por
obra” (Ez. 36:26-27). Esto no significa que nuestra vieja
naturaleza desaparezca tras la conversión y el nuevo nacimiento, sino que ya no
tiene que tener control sobre nosotros, siempre y cuando dejemos que sea el
Espíritu el que tenga el control sobre nuestra mente.
Una sola mente y una sola vida
Como recalqué en Quiero ser monja: ¿Podemos tener una doble cara y una doble vida? (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/05/quiero-ser-monja-podemos-tener-una.html)
y en Cuando los cristianos ofrecemos un
mal ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html),
el cristiano que se congrega no puede tener una cara dentro del local de la iglesia y otra fuera, no
puede decir que cree en Dios y vivir de manera opuesta, ni puede ser de una
manera en su interior y de otra en el exterior. Tampoco puede decir, por
ejemplo, que ama a Dios y luego odiar o insultar a sus semejantes, o
enfrascarse en una relación de yugo desigual.
Con la mente sucede exactamente igual,
porque es donde comienza todo. No podemos “actuar” ante los demás de una manera
y “pensar” de manera opuesta. Si nuestras acciones pueden llegar a ser
hipócritas, ¡cuánto más nuestros pensamientos! Si hablamos bien de una persona
pero pensamos mal de ella, somos hipócritas. Si le deseamos con nuestras palabras el bien
a su vida pero en nuestros pensamientos anhelamos que no le vaya bien, somos hipócritas. Si le damos un beso casto y puro a un hermano casado pero pensamos que
querríamos tenerlo entre nuestras sábanas, somos hipócritas. Si damos muestras de amor a nuestro pareja o cónyuge pero deseamos amar románticamente al vecino, somos hipócritas. Si presumimos de no ver películas para adultos pero tenemos la mente llena de lujuria, somos hipócritas. Si sonreímos a una hermana con nuestra mejor sonrisa de alegría pero en nuestra mente la despreciamos, somos hipócritas. Y así
con todo lo que se nos ocurra. No tiene cabida en el cristianismo tener una
actitud y comportamiento determinado, y luego unos pensamientos opuestos. Un
psiquiatra diría que esa persona tiene una doble personalidad o un grave
desorden mental. Sin llegar a esos extremos, yo diría que el individuo lo que
tiene es “religionitis”.
Aunque nos comportemos “correctamente”
de cara al público, si mentalmente vivimos un mundo de deseos ocultos y
fantasiosos, no habremos comprendido nada del mensaje de Cristo y de sus
propósitos para con nosotros.
Jesús dijo: “Sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:37). A nivel general, tenemos que ser igual:
iguales por dentro que por fuera; iguales por fuera que por dentro. Sí o sí. No
o no. Sin disonancias.
Este es un tema básico
para reflexionar profundamente contigo mismo. Hazlo sin prisas y mira qué debes
cambiar. Aunque somos salvos por gracia y la perfección no la
alcanzaremos hasta la glorificación en la otra vida, es el momento de poner
manos a la obra si hasta ahora no te habías tomado en serio este asunto.
Piensa
lo que piensas. Sé genuino. Sé auténtico. Sé íntegro. Sé consecuente. Sé un discípulo
de Cristo. Haz su voluntad, empezando por tu mente.
[1]
Aviso a navegantes sensibles: aunque no tiene escenas sexuales (creo que una),
sí hay muchos desnudos –especialmente en la primera temporada- que se podrían
haber evitado. Pero tristemente el pudor se ha perdido en nuestra sociedad, y
la cadena HBO considera muy “adulto” que así sea, siendo una de sus señas de
identidad en casi todas sus series.
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