Venimos
de aquí: Ahogado por los afanes y la falta de contentamiento: https://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/08/4-los-afanes-y-la-falta-de.html
¿Qué
sentiste cuando fuiste consciente de que Dios te perdonó y te salvó? ¿Sorpresa
en primera instancia? ¿Gozo? ¿Paz? ¿Esperanza? ¿Fervor? ¿Expectación ante la
visión de un nuevo futuro que se abría ante ti? Puede que todo eso y mucho más.
No existe nada en el mundo que ilumine la mente y el corazón como lo hace comprender que el Creador del universo te dio
vida cuando estabas muerto en tus pecados y delitos (cf. Ef. 2:1).
En
aquellas primeras etapas, deseabas hablar de tu Salvador a todos los que te
rodeaban, te escucharán o se burlaran. Era un impulso más fuerte que la propia
razón. Devorabas con pasión su Palabra en las noches hasta que te quedabas
dormido. Querías conocer más y más del Dios que había dejado atrás tu pasado
para siempre. Querías alabar continuamente al que había transformado tu vida y
le había dado un sentido completo a tu existencia. Pero, con el paso de los
meses y de los años, todo aquello comenzó a menguar. Tú mismo te sentías
desconcertado porque te movías por sentimientos y no por una fe conceptual.
Entonces vino la debacle: sí, seguías recordando “de qué” y “por qué” fuiste
salvado, pero olvidaste –o nunca te lo explicaron- el “para qué”.
El cielo y la tierra se estremecen
Para
refrescar tu memoria, quiero viajar unos 3000 años en el tiempo, a un
acontecimiento que conoces muy bien: la esclavitud del pueblo hebreo en Egipto.
Allí, en su angustia, clamaron desesperadamente: “Y oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de
su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los
reconoció Dios” (Éx. 2:24-25). El Todopoderoso “oyó, miró y reconoció” a su pueblo y se
“acordó” de las palabras que Él mismo le había dicho a Abraham, anunciándole que
su descendencia sería esclava en Egipto pero que un día juzgaría a esa nación y
liberaría al pueblo hebreo (cf. Gn. 15:13-14).
Ahora había llegado el
momento de que esas palabras pronunciadas cientos de años atrás se cumplieran.
Nunca habían caído en el olvido. Ahora el Soberano iba a intervenir
directamente y de manera sobrenatural en el curso de la historia para cumplir
su promesa.
Los pasos siguientes fueron
claros: se manifestó ante Moisés, a quien convenció para que hablara ante
Faraón, a pesar de sus reticencias. Ante la negativa del señor de Egipto de liberar
al pueblo esclavo, el Omnipotente desató diversas plagas sobre la nación como
medida de presión. Era una guerra en toda regla y cada ataque era una
oportunidad que se le concedía a Faraón para doblegarse y rendirse.
En la primera plaga, el río
se convirtió en sangre y todos los peces murieron. En la segunda, las ranas
invadieron el país. En la tercera, millones de piojos atacaron a los hombres y
a los animales. En la cuarta, el país se llenó de moscas. En la quinta, todo el
ganado murió. En la sexta, úlceras llenaron los cuerpos de todo ser viviente.
En la séptima, un granizo destructor cayó por doquier. En la octava, langostas
arrasaron con todo. En la novena, se extendió tal oscuridad que la visibilidad
era prácticamente nula. Y en la décima y última, murieron todos los
primogénitos. Antes de que se cumplieran, Dios le repetía a Moisés una y otra
vez las palabras que tenía que pronunciar ante Faraón:
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 7:16).
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 8:1).
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 8:20).
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 9:1).
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 9:13).
“Deja ir a mi pueblo,
para que me sirva” (Éx. 10:3).
Así fue hasta las dos últimas
calamidades, donde el juicio fue decretado y no hubo más advertencias. Cada
plaga era más contundente. En cada juicio, en cada secuencia, la destrucción
aumentaba. Ante tal virulencia, los siervos de Faraón le dijeron: “Deja ir a estos hombres, para que sirvan a
Jehová su Dios. ¿Acaso no sabes todavía que Egipto está ya destruido?” (Éx.
10:7).
A lo largo de seis de las diez plagas,
el Altísimo reveló su pensamiento, el cual era prácticamente obsesivo. Tenía un
plan y nadie iba a impedir que se cumpliera. Ningún judío estaba excluido de
sus propósitos. Era tan contundente que determinó que al pueblo hebreo no le
iba a afectar ninguna catástrofe. Ni siquiera los perros se atreverían a
ladrarles (cf. Éx. 11:17).
El
propósito del caos
Removió cielo y tierra; ordenó a la
naturaleza que se estremeciera; impulsó a la fauna animal a cumplir su
voluntad. ¿Y todo para qué? ¿Para impresionar a Faraón? ¿Para demostrar que Él
era Dios? No. Sumió todo Egipto en el caos para
liberar a su pueblo y para que le
sirviera. Dios no “miró, oyó y se acordó” del pacto con Abraham porque no
tuviera otras actividades que llevar a cabo o porque se encontrara aburrido
desde su eternidad. Lo hizo para que le sirvieran en libertad después de 430
años de esclavitud. Y servirle en libertad implicaba no
enredarse nuevamente en este mundo: “Porque
tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios; Jehová tu Dios te ha escogido para
serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra.
No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha
escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino
por cuanto Jehová os amó” (Dt. 7:6-8).
Volvamos al comienzo de la
narración, antes de que Moisés se detuviera ante la zarza ardiente y se
desatara la guerra: “Aconteció que después
de muchos días murió el rey de Egipto, y los hijos de Israel gemían a causa de
la servidumbre, y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su
servidumbre” (Éx. 2:23). ¡Ahí
estamos nosotros incluidos! ¡Tú también! Fuiste esclavo antes de conocer al
Señor durante veinte, treinta, cincuenta años o más. Pero Él, por su
misericordia y su gracia, te rescató y te LIBERTÓ. Hubo un antes y un después. Tu
vida jamás volvería a ser igual tras el nuevo nacimiento. Yo mismo recuerdo con
total claridad cómo gemía mi alma en aquellos años en que buscaba erradamente a
Dios en medio de mi ceguera.
La pregunta sería: si Dios
rescató al pueblo hebreo para que lo sirviera, ¿crees que para ti era y es
diferente? ¿Acaso no deberías servirle, tras ser liberado del yugo de la
muerte, por el precio de la sangre del Cordero? ¿No tienes el ejemplo de Jesús,
que no vino para ser servido, sino para servir? (cf. Mt. 20:28). Muchos viven
con esta mentalidad pasiva: “Dios me salvó. Ahora, a esperar a que llegue la
Parusía y el cielo”. Si eres linaje escogido, real sacerdocio, nación santo,
pueblo adquirido por Dios, no es para que te dieras golpes en el pecho, sino
para que anuncies las virtudes de aquel que te llamó de las tinieblas a su luz
admirable (cf. 1 P. 2:9). Es la manera de servirlo.
¿Por qué servir?
Para responder a esta
pregunta, recordemos esta historia: “Entonces María tomó
una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús,
y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume” (Jn. 12:3). ¿Qué
motivó su acción? María era una de las hermanas de Lázaro, quien había muerto.
Y María, al ver a Jesús, “se postró a sus
pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn.
11:32). Jesús mismo se estremeció ante sus lágrimas. Segundos después, resucitó
a Lázaro. La primera vez que María se postró a los pies del Maestro fue en
señal de angustia, de desesperación, de clamor. Pero cuando se postró por
segunda vez y ungió sus pies, derramando nuevamente su corazón y sus lágrimas,
fue en señal de puro agradecimiento por resucitar a su hermano.
Por lo tanto, la respuesta
a la cuestión es clara: no servimos para ganarnos la salvación (que es por
Gracia) ni para cargarnos de obras humanas (lo que sería legalismo), sino POR AGRADECIMIENTO y EN GRATITUD por todo lo que hizo por nosotros. Obediencia y gratitud van de la
mano. Nos perdonó por completo de nuestras miserias; nos libró de la
condenación; nos regaló la vida eterna; trajo paz a nuestro espíritu y nos
prometió un futuro inimaginable a su lado, por citar solo algunas realidades.
¿Acaso no son suficientes razones?
¿Qué hizo el ciego Bartimeo tras ser sanado?: “Le seguía, glorificando a Dios” (Lc. 18:43). ¿Y el samaritano leproso?: “Se postró rostro en tierra a sus pies,
dándole gracias” (Lc. 17:16). ¿Y la suegra de Pedro tras ser sanada de la fiebre?:
“Ella les servía” (Mr. 1:31). Ese debe ser tu corazón. Como dijo un musulmán convertido al
cristianismo: “Para mí la vida es
una oportunidad de poder servirle”[1].
Es el mismo pensamiento que nos transmite Pablo: “Ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos
[...] ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo
vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por
mí[...] Porque para mí el vivir es Cristo” (2 Co. 5:15; Gá. 2:20; Fil.
1:21).
No hay término medio
Cuando Elías se enfrentó a
los sacerdotes de Baal, el planteamiento que realizó al pueblo judío fue
contundente: “¿Hasta cuándo claudicaréis
vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en
pos de él. Y el pueblo no respondió palabra” (1 R. 18:21). Aristóteles
dijo que las acciones vienen como consecuencia del carácter. En el creyente,
las acciones vienen como consecuencia de las creencias y no de los sentimientos.
Ser cristiano sin servir es una contradicción. Hay
mil maneras de hacerlo:
- Por un lado, según los
dones y talentos que Dios ha derramado en ti.
- Y por otro, con obras
concretas específicamente señaladas en las Escrituras: “El Nuevo Testamento rebosa de ideas prácticas
de cómo podemos ayudar. Sin duda alguna, el
mayor regalo que le podemos hacer a alguien es predicarle el Evangelio,
explicándole la razón verdadera de la muerte de Cristo (algo que la inmensa
mayoría desconoce). Como cada persona, cada vida y cada circunstancia son
diferentes, hay mil maneras de arrimar el hombro [...] Puede ser desde
felicitar a alguien por un trabajo bien hecho pasando por ese matrimonio que
involucra en su vida a un soltero solitario. Eso es ser gentil y hospitalario
(cf. Fil. 4:5; Ro. 12:13). ¿Más ejemplos? Ayudar a personas con problemas
emocionales, sentimentales, físicos y espirituales (cf. Gá. 6:2); visitando a
los enfermos y a las viudas de tu familia (cf. Stg. 1:27); Levantando al que ha
caído en pecado (cf. Gá. 6:1); Alentando al desanimado y sosteniendo al débil
(cf. 1 Ts. 5:14); Colaborando en casa con tus padres (es una manera más de
honrar a tu padre y a tu madre, cf. Ef. 6:2); etc. [...] Puede ser algo tan
simple pero profundo como escuchar a alguien que está pasando por un duelo por
la muerte de un ser querido o por algún tipo de ruptura. Todo se resume en las
palabras de Jesús: ´Y
como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con
ellos` (Lc. 6:31).
Así se cumple toda la ley: ´Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande
mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De
estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas` (cf. Mt. 22:37-40).
Es cierto que Dios ha preparado las obras de antemano para que andemos en ellas
(cf. Ef. 2:10), y que, por lo tanto, podemos estar tranquilos en esa certeza.
Eso sí, nuestra actitud no debe ser pasiva y quedarnos de brazos cruzados, sino
que debemos tomar la iniciativa: ser proactivos. Como dijo John Wesley: ´Haz
todo el bien que puedas; por todos los medios que puedas; de todas las maneras
que puedas; en todos los lugares que puedas; tantas veces como puedas; a todas
las personas que puedas, por todo el tiempo que puedas`. [...] La lista en sí no es un programa legalista
que haya que cumplir, ni se hace para llamar la atención sobre uno mismo (eso
es lamentable), sino un estilo de vida como forma de expresar nuestra gratitud
por lo que hizo Cristo por nosotros en la cruz. Esa debe ser la razón principal
por la cual queramos ser mejores personas”[2].
El
presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy dejó para la historia algunas
célebres frases. En una de ellas dijo: “No preguntes lo que tu país puede hacer
por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país”. Los cristianos, en lugar de
preguntarnos qué puede hacer Dios por nosotros, deberíamos preguntarle qué
podemos hacer nosotros, teniendo el sentir que el apóstol Pablo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hch.
9:6)”.
Al fin y al cabo, servir es
una elección, la misma que presentó Josué a los israelitas: “Y si mal os parece servir a Jehová,
escogeos hoy a quién sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros
padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos
en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Jos.
24:15). Y así lo reconoció el pueblo: “Jehová
nuestro Dios es el que nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la tierra de
Egipto, de la casa de servidumbre; el que ha hecho estas grandes señales, y nos
ha guardado por todo el camino por donde hemos andado, y en todos los pueblos
por entre los cuales pasamos. Y Jehová arrojó de delante de nosotros a todos
los pueblos, y al amorreo que habitaba en la tierra; nosotros, pues, también
serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios” (Jos. 24:17-18).
Tomando una firme decisión a pesar de todo
¿Qué las circunstancias no
son las ideales para servir y vivir de la manera en que Dios establece?: entre aquellos que salieron de Egipto, tenemos
los dos extremos. El primero representado por Moisés y María. Desde el comienzo
se dedicaron a servir y alabaron al Señor con un cántico. Por el contrario, el
resto del pueblo comenzó a quejarse a los tres días. ¡En apenas 72 horas ya
habían olvidado todos los acontecimientos sobrenaturales que sus propios ojos
habían contemplado! ¡Qué triste! Querían que las circunstancias externas fueran
las ideales para servir a Dios. Hay cristianos que caen en el mismo error.
Esperan a que el viento sople a favor en sus vidas para obedecer. Mientras
tanto, los días y los meses se evaporan inexorablemente.
Siguiendo la lógica de todo
este planteamiento, si te has alejado, apartado o enfriado al dejar de servir,
es que has dejado de ser consciente de cuánto ha hecho Dios por ti y del precio
que tuvo que pagar para rescatarte. Es hora de que traigas de la memoria al
presente de dónde te sacó el Señor, para que así vuelvas a sentirte agradecido
y servirle: “Qué pide Jehová tu Dios de
ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo
ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt.
10:12).
¿Que las personas son desagradecidas
–incluso cristianos- y no valoran tu servicio? Recuerda al mismo Jesús, que fue
despreciado continuamente –a pesar de que se dio por completo- y no por eso
dejó de servir. En una ocasión, sanó a diez leprosos y solo uno se lo
agradeció, el que no era ni judío, sino samaritano (cf. Lc 17:11-19). Tendrás
tu recompensa cuando estés en Su presencia: “No
nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no
desmayamos” (Gá. 6:9).
Si eres uno de ellos y has
creído en Él, síguele y, en consecuencia, sírvele: “Si
alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor.
Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (Jn. 12:26).
Seguimos aquí: “Creías que, por ser cristiano, la vida sería un
camino de rosas”: https://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2018/02/6-creias-que-por-ser-cristiano-la-vida.html
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