Me
encanta conducir. Desde luego que no en las grandes ciudades –que suele ser una
locura-, pero en la autovía y con poco tráfico, y más si es de noche, me relaja
profundamente. Lo mejor de esos viajes, sin duda alguna, es una buena charla en
mejor compañía. Y así fue hace unas semanas con mi mejor amigo, Salvador
Menéndez, donde fuímos junto a sus peques a llevar a su esposa Sarai Momparler
al aeropuerto de Jerez y a recogerla un par de días después, ya que ella iba a
grabar una impresionante canción que acaba de salir (Obra de salvación: https://www.youtube.com/watch?v=Dy-9GEUeDl4&feature=youtu.be
). Tanto en la vuelta de la ida
como en la ida de la vuelta (qué juego de palabras más extraño), los enanos
iban dormidos y pudimos hablar con tranquilidad de diversos temas. Uno de ellos
lo tenía en mente desde hace tiempo para compartírselo, ya que me fascina la
historia de un personaje de Etiopía. Y es la que hoy voy a exponer aquí.
Cuatro palabras
Dice el
refrán que a buen entendedor, pocas
palabras bastan. En este caso, hay cuatro palabras que lo dicen todo: “El
que busca, halla”. No son palabras mías, sino de Jesús. Es una promesa clara
como el agua. Implícitamente y usando la mera lógica, de igual manera es cierto
que “el que no busca, no halla”. Aquí el Maestro se estaba refiriendo a la
oración, pero es aplicable a la búsqueda primaria de Dios. El que le busca, le
halla; el que no le busca, no le haya. Así de simple. Es la manera en que se
comprueba realmente lo que hay en nuestros corazones. Podemos aparentar que le
buscamos. Podemos incluso hacer creer a los demás que le estamos buscando. Pero
ante nosotros mismos, ante nuestra conciencia, no podemos ocultar nuestras
verdaderas intenciones. El que quiera hallarle, le hallará, porque Él mismo se
revelará a título personal por pura gracia. El mismo Espíritu Santo le mostrará
a Jesús. Sin embargo, el que quiera hallar su propia verdad para así justificar
sus pensamientos y su estilo de vida, únicamente encontrará silencio desde lo
alto[1].
Un etíope en un carro
Una
historia sencilla, breve y apasionante, donde vemos reflejado la realidad de la
que estamos hablando, la encontramos en la persona de un etíope del cual no
sabemos ni su nombre y que trabajaba de funcionario. En apenas unas líneas se
nos revela claramente qué había en su corazón y qué hizo Dios mismo al
respecto.
Iba de
vuelta a su país en su carro tras pasar por Jerusalén para adorar al verdadero
Dios. Esto ya nos dice mucho de él. No adoraba a dioses paganos ni era un
idólatra. Tampoco vivía en pecado ni su vida estaba alejada de las Escrituras.
Y todo esto sin que todavía conociera la revelación plena de Dios en
Jesucristo. Lo que él no sabía ese día, en el momento exacto que Dios había
elegido en la eternidad remota, es que había una sorpresa preparada para él. Un
ángel le dijo a Felipe que fuera por el mismo camino desértico que iba aquel
funcionario y, en un momento determinado, el Espíritu le habló: “Acércate y júntate a ese carro”
(Hechos 8:29). ¿Qué iba haciendo el etíope? ¿Durmiendo? ¿Descansado después de
una dura jornada? ¿Pensando en ese dolor de espalda que tenía por el movimiento
de los caballos? ¿Agobiado porque había solicitado un día libre para ir a
Jerusalén y ahora tendría que trabajar más horas para recuperar ese tiempo?
¿Estaba escuchando en su Ipod la discografía de Bob Marley o leyendo “50
sombras de Grey”? ¡Nada de eso! ¡Leía la Palabra de Dios! ¡Él era su primer
pensamiento! ¡Lo buscaba! Era un hombre que en su corazón quería saber más y
más de su Creador.
Esto me hace pensar una
vez más en que no entiendo que un cristiano no tenga hambre de las Escrituras y
no haga nada por conocerlas, puesto que ellas son las que hablan de Jesús, como
Él mismo dijo: “Escudriñad las
Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y
ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Me desconcierta por
completo y no sé qué pensar al respecto el que las ignora. Tiene tan poco
lógica como si alguien dice estar locamente enamorado de su novia pero luego no
se interesa en conocer sus pensamientos, sus sentimientos, su pasado, sus
sueños, sus alegrías, etc., y ni siquiera es cariñoso con ella. De la misma
forma, todavía con mayor ímpetu debería escudriñar la Palabra aquel que no ha
conocido a Dios ni tiene a Jesús por Señor en su vida.
En el caso del eunuco,
no fue casualidad que Dios le dijera a Felipe en ese preciso instante que se
acercara a aquel hombre. Estaba leyendo ni más ni menos que el libro de Isaías;
más concretamente uno de los grandes pasajes proféticos del Antiguo Testamento
que hacían referencia directa a Jesús (cf. Isaías 53), a pesar de haber sido
escrito unos 700 años antes de su Encarnación. El problema es que no entendía
lo que leía. De ahí el diálogo que mantuvo con Felipe:
-
Pero ¿entiendes lo que lees?
-
El dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare? Y rogó a Felipe que subiese y
se sentara con él.
- El
pasaje de la Escritura que leía era este: Como oveja a la muerte fue llevado; Y
como cordero mudo delante del que lo trasquila, Así no abrió su boca. En su
humillación no se le hizo justicia; Mas su generación, ¿quién la contará?
Porque fue quitada de la tierra su vida.
-
Respondiendo el eunuco, dijo a Felipe: Te ruego que me digas: ¿de quién dice el
profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?
-
Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le
anunció el evangelio de Jesús.
Estas palabras de Isaías (53:7-8) se cumplieron plenamente en
Jesucristo, tanto en su vida como en su muerte. En su vida, porque es el mismo
Jehová al que Juan el Bautista preparó el camino: “Voz
que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la
soledad a nuestro Dios”
(Isaías 40:3; cf. Marcos 1:3). Y en su muerte, porque es el mismo Jehová al que traspasaron en la cruz: “Mirarán a mí, a quien traspasaron” (Zacarías 12:10; cf. Juan 19:37).
Por esto, Felipe hizo exactamente lo mismo que Jesús cuando resucitó y
se encontró con aquellos dos que iban camino de una aldea llamada Emaús: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por
todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”
(Lucas 24:27).
¿Cuál era el evangelio que le explicó Felipe y que proclamaron todos los
seguidores de Jesús?: “Que Cristo murió por
nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que
resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y
después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de
los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen”
(1 Corintios 15:3-6). Anunciaron que Dios se había hecho hombre, que Él mismo
pagó por nuestros pecados y que resucitó de entre los muertos para hacernos
justos. Y que todo aquel que creyera ese mensaje sería salvo, puesto que la
salvación es un regalo de pura gracia: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y
esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe” (Efesios 2:8-9).
La respuesta del etíope
Era el momento más trascendental de su vida. Su decisión marcaría un
antes y un después por el resto de la eternidad. Por eso me conmueven las palabras
del viajero. Es dificil no emocionarse. No puso excusas. No expresó duda
alguna. No entró en un debate teológico. Sabía en lo más profundo de su ser que
ese mensaje provenía del mismo cielo y su corazón estaba preparado para
aceptarlo. Creyó en Jesús como Señor y Salvador, “el verdadero Dios”
(1 Juan 5:20), y en la obra que
Él realizó en la cruz.
Una vez que aceptó estas grandes verdades, se hicieron evidentes sus
prisas por hacerlo público: “Y yendo por el camino,
llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea
bautizado? Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo,
dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro; y
descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó. Cuando subieron
del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y
siguió gozoso su camino”
(Hechos 8:36-39). ¡Qué historia más extraordinaria! El eunuco sabía
perfectamente qué había ocurrido y por eso iba lleno de gozo. Las tinieblas se
hicieron luz. El velo de su alma fue quitado. El perdido fue hallado. El que
buscaba, halló[2].
La respuesta de nuestro corazón
La labor que hizo Felipe ante el etíope fue la de sembrar la semilla
como narró Jesús en la parábola del sembrador. Ahora bien, la respuesta
dependía del corazón de aquel viajero. Sucede exactamente igual para todos
nosotros. Exactamente igual para ti, querido lector. Y exactamente igual para
mí. Es ahí donde se revela lo que hay realmente en nuestro corazón:
“He aquí, el sembrador salió a
sembrar; y al sembrar, aconteció que una parte cayó junto al camino, y vinieron
las aves del cielo y la comieron. Otra parte cayó en pedregales, donde no tenía
mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra. Pero
salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Otra parte cayó entre
espinos; y los espinos crecieron y la ahogaron, y no dio fruto. Pero otra parte
cayó en buena tierra, y dio fruto, pues brotó y creció, y produjo a treinta, a
sesenta, y a ciento por uno. [...] El sembrador es el que siembra la palabra. Y
éstos son los de junto al camino: en quienes se siembra la palabra, pero
después que la oyen, en seguida viene Satanás, y quita la palabra que se sembró
en sus corazones. Estos son asimismo los que fueron sembrados en pedregales:
los que cuando han oído la palabra, al momento la reciben con gozo; pero no
tienen raíz en sí, sino que son de corta duración, porque cuando viene la
tribulación o la persecución por causa de la palabra, luego tropiezan. Estos
son los que fueron sembrados entre espinos: los que oyen la palabra, pero los
afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras
cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa. Y éstos son los que
fueron sembrados en buena tierra: los que oyen la palabra y la reciben, y dan
fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno”
(Marcos 4:3-8; 14-21).
Cuando se planta la
semilla en alguien, el instrumento que usa Satanás para robarla del corazón
suelen ser varias personas (casi siempre amistades), que son malas influencias
y que hacen la labor del adversario de diversas maneras: meten la duda, dicen
que eso no es así, que no es posible, que está equivocado, que son tonterías,
que sólo le va a traer problemas, que le quieren meter el miedo en el cuerpo,
que se deje de locuras, que se va a perder lo mejor de la vida, que no va a
poder disfrutar de su cuerpo, etc. Al que se deja contaminar por lo que sus
“amistades”, le diría que Dios le ha dado un intelecto para que lo use por sí
mismo y no para ser un loro que repita lo que otros proclaman sin cesar.
Salvo estos casos,
mayormente, en el día a día, entre aquellos que suelen rechazar el evangelio,
lo que más me suelo encontrar son los que “oyen
la palabra, pero los afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las
codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa”.
Siempre tienen mil excusas y salida para todo argumento. Se justifican de mil
maneras diferentes, incluso en casos extremos tergiversando la Biblia para
justificar sus pecados. En una ocasión, un compañero de trabajo, tras leer el
libro que le regalé (Más que un
carpintero), me dijo: “Estoy totalmente convencido. Sé que es verdad. Pero,
si ahora me hago cristiano, ¿qué pensará mi novia? Dirá que estoy loco. No
puedo”. Así rechazó el mensaje más grande que un ser humano puede recibir.
En el fondo, aunque
traten de vestirlo de buenas palabras (o directamente de mentiras), la razón
principal por la cual desprecian el mensaje de salvación es porque prefieren
vivir sus vidas según les plazca y sin que nadie les diga nada, alejando a Dios
lo más posible. Así acallan la voz de la propia conciencia hasta que ésta se
queda en un simple eco que con el tiempo termina por apagarse: “Y esta es la condenación: que la luz vino
al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas” (Juan 3:19).
Por todo esto, el autor
de la carta a los hebreos citó parte del Salmo 95: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos
4:7). En esos casos, terminan por hacerse realidad las palabras de Pablo: “Como ellos no aprobaron tener en cuenta a
Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no
convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad,
avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y
malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos,
soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios,
desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Romanos
1:28-31). Es evidente que no todos llegan a los extremos de la maldad, pero en
algún u otro punto de los citados están representados. Endurecen su corazón
como hizo Faraón. Sin duda alguna, están fuera de la voluntad de Dios y
viviendo de espaldas a Él.
Por qué decir “sí”
¿Cómo prosiguió el
etíope su camino de vuelta a casa?: “Gozoso”
(Hechos 8:39). Ese es el mayor anhelo del corazón humano: El gozo. Y éste sólo
puede proporcionarlo Jesús. Únicamente Él puede llenar el vacío de tu alma.
Únicamente Él tiene palabras de vida eterna. Únicamente Él te ofrece un amor
perfecto que nunca falla. Únicamente Él te ofrece consuelo en medio de la
tormenta. Únicamente Él te ofrece una paz que no depende de las circunstancias.
Únicamente Él le da sentido a tu existencia. Únicamente en Él encontrarás la
aprobación y la estima personal que deseas. Únicamente Él puede llenar tus
anhelos más profundos. ¡Por eso es tu Creador!
Puedes buscar en mil
lugares diferentes y en un millón de personas diferentes, pero nunca
encontrarás nada que se le asemeje. Deja el orgullo y la autosuficiencia a un
lado. Lo que decidas al respecto
demostrará claramente qué hay realmente en tu corazón y qué clase de persona
eres. La respuesta que des a la Palabra revelará lo que hay en lo más profundo
de tu ser, porque ella “discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
Quizá te han vendido un dios-religioso, un
dios-institucional, un dios-legalista, un dios-desmoralizador, un
dios-cargante, y por todo ello lo rehuyes. Si es así te entiendo porque es la
misma idea que tuve de Él durante muchos años. Así que por favor, mira en esa cruz su amor
hacia ti y verás cómo es Él en realidad. Más claro no puedo decírtelo: ¡Búscalo
y lo hallarás!: “Me buscaréis y me
hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29:13).