Venimos de aquí: ¿Qué puedes
aprender de la crisis del coronavirus? Que debes confrontar la ansiedad física
y mental, tanto si eres joven o adulto, soltero o casado, con hijos o sin ellos
(https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/04/3-que-puedes-aprender-de-la-crisis-del.html).
Ya vimos que el
ejercicio, la música relajante, una ducha de agua caliente y la puesta en
práctica de una rutina diaria –más aun si se tienen hijos-, son formas efectivas y saludables en gran manera como método para
combatir el estrés físico y mental. Ahora bien, hay que reconocer que no
elimina lo que hay en las capas más profundas –las que afectan al alma- ya que la ansiedad física es solo un síntoma
externo de lo que sucede en nuestro interior y de cómo reaccionamos ante las circunstancias de nuestro alrededor. Por
eso hay que ir a la raíz de todo, al verdadero origen de donde nace la
ansiedad.
Para eso tenemos que ir
al “respaldo definitivo” sobre el cual DESCANSAR por completo. Unas “espaldas
anchas” en las que dormir tranquilo y confiar, pase lo que pase,
independientemente de que las circunstancias sean positivas o negativas. Y es
ahí, como vamos a ver, donde Dios entra directamente.
Un cuerpo que sufre el estrés
En primer lugar no
olvidemos que, ante eventos emocionalmente desbordantes, es normal que el
cuerpo se sienta más o menos nervioso. Puede ser que estos sentimientos se arrastren a la
noche y se manifiesten en forma de sueños inquietos. En otros casos se suele exteriorizar con alguna reacción corporal, como leves temblores en las manos o
en algún tendón, pequeñas taquicardias, brotes de dermatitis o incluso
minúsculos tics nerviosos en los párpados, siendo estos dos últimos los que me
suelen acontecer en momentos concretos.
Jesús mismo, en el huerto
de Getsemaní, antes de ser apresado, y sabiendo lo que se le venía encima,
experimentó tal grado de angustia que sufrió en sus propias carnes un fenómeno
conocido como Hematidrosis, el cual se produce al congestionarse los vasos sanguíneos cerca de las glándulas sudoríparas
a causa del estrés, habiendo escapes que se combinan con el sudor. Por eso
decimos que, literalmente, Jesús sudó sangre. Hace unos años conocí a una
persona que, también sometida a un estrés altísimo, y mientras paseaba por la
playa, experimentó la misma vivencia. Así que no tenemos que sentirnos culpables si pasamos por momentos
delicados. Y, por supuesto, hay que desoír las voces de esos que presumen de
una espiritualidad carente de humanidad y que dicen que los cristianos no
pueden sentirse mal.
¿Cómo confrontar la ansiedad del alma y la que respecta “al
futuro”?
Puesto que me extendería
en demasía, no voy a entrar en las historias de cada uno de aquellos que, sin
citar directamente sus nombres, son mencionados en Hebreos 11:36-37, los cuales
“experimentaron
vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron
apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada;
anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres,
angustiados, maltratados; de los cuales el
mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y
por las cavernas de la tierra”. Solo
he citado el pasaje para que veamos el sufrimiento por el que pasaron.
Por eso, en segundo
lugar, recordemos que la inmensa mayoría de los escritores bíblicos no
escribieron siempre envueltos en mantos de felicidad y en momentos de bonanza.
Eso hubiera sido muy fácil. Cuando el cielo brilla, nadie se preocupa de
problemas inexistentes. Lo hicieron cuando habían sido desterrados, vendidos
como esclavos, en medio de persecuciones que amenazaban sus propias vidas y las
de sus familias, en la enfermedad más acuciante, en la soledad más absoluta o a
las puertas de la muerte, incluso cruzándolas.
Podemos afirmar que los
sentimientos que ellos transmiten son universales y atemporales. Nos podemos
sentir plenamente identificados con ellos ante la adversidad que se nos ha
presentado en forma de pandemia y sernos de ejemplo.
El estrés físico es
controlable con las medidas paliativas que presentamos. Pero pensar que vamos a
eliminar toda ansiedad de nuestro cuerpo y que jamás la vamos a sentir, es una
utopía. ¡No sería humano! Pero, y aquí viene la clave, tenemos que aprender a
MANEJARNOS ante aquello que se escapa de nuestro control y que sentimos en
nuestro interior de forma vívida. ¿Y cómo? Buscando y, sobre todo, perseverando en la paz que procede
directamente de Dios.
Así lo afirma Isaías: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo
pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Is. 26:3). Esta paz
interna no es para todos, sino para LOS QUE PERSEVERAN, y es justo lo opuesto
al estrés del alma. ¿Y cómo se persevera con los pensamientos?
- Descansando en Sus
promesas eternas.
- Confiando en Él y en Su
soberanía.
- Llenando la mente con Sus
pensamientos que están impresos con todo lujo de detalles en la Biblia.
La falsa paz de este mundo & La paz de Dios
En este mundo, por unas
razones u otras, nunca va a ver paz absoluta. A día de hoy es por el Covid-19,
y en las próximas semanas será por la incertidumbre económica y geopolítica que
posiblemente nos toque vivir. Y en el futuro lo será por otras razones. La paz
que Dios ofrece no depende de los vaivenes de la vida, de que nos vaya bien o
mal. Si así fuera, jamás tendríamos paz en nuestro corazón. Por eso Jesús dijo:
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os
la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Jn.
14:27).
Como ya he dicho en
más de una ocasión, los sentimientos de dolor se pueden complementar perfectamente
con la fe. Observa a Pablo y cómo conocía la diferencia, a pesar de toda la
adversidad que afrontó. Con lo que he añadido entre paréntesis y en negrita,
entenderás el contraste entre las “circunstancias/emociones negativas” y la
“fe/confianza”: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del
poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados (sentimientos negativos) en todo (circunstancias negativas), mas
no angustiados (fe); en apuros (circunstancias negativas), mas
no desesperados (fe); perseguidos (circunstancias negativas), mas
no desamparados (fe); derribados (sentimientos negativos),
pero no destruidos (fe)” (2 Co. 4:7-9).
Aunque las
circunstancias fueran terribles y se sintiera mal, su
descanso y confianza en Dios era
la que le hacía permanecer en pie. Y estas letras no surgieron de un hombre
tumbado en un cómodo colchón mientras se bebía una Cruzcampo y escuchaba en la
radio la canción “Resistiré”, sino por alguien que pasó por todo tipo de
penurias: “Tres veces he sido azotado con varas; una
vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado
como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos,
peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles,
peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros
entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre
y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (2 Co. 11:25-27).
Asimilar la lección
Posiblemente, esta sea la
lección más difícil de aprender para un cristiano. Hay muchos en los cuales
todavía no se ha hecho carne en ellos la paz, que es uno de los elementos que
conforman el fruto del Espíritu (cf. Gá. 5:22). A pesar de llevar décadas
convertidos y conocer estos textos bíblicos de memoria, siguen sin experimentarlos porque
no han hecho suyos dichos principios. Se dejan arrastrar por las emociones cuando sufren un revés, en lugar de
afrontarlas y controlarlas. Todo lo viven y sienten frenéticamente, hasta las
situaciones más nimias, que convierten en océanos donde se ahogan.
Muchos tienen los
nervios alterados, incluso destrozados en los casos más extremos, siendo
personas que se enojan con facilidad y se vuelven extremadamente críticos hacia
los que les rodean, con cierto grado de amargura que pagan con el prójimo, lo
que hace que sea difícil el trato personal con ellos a medio y largo plazo.
Otros viven continuamente con
miedo porque se basan en las propias emociones, que son como arenas movedizas,
cuando Pablo dijo que “el justo por la fe vivirá” (Ro. 1:17). Y la fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb.
11:1). La fe es confiar en Dios, venga lo que venga, suceda lo
que suceda, vaya todo bien o vaya todo mal desde el punto de vista humano, sabiendo que en este mundo somos
“extranjeros y peregrinos” (1 P.
2:11), lo cual debe poner en perspectiva temporal todo acontecimiento y verlo
desde la eternidad y soberanía de Dios. Por ejemplo, con esta promesa: “Pues tengo por cierto que las aflicciones
del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros
ha de manifestarse” (Ro. 8:18).
En el lado opuesto, nos
encontramos al cristiano que se muestra tranquilo y confiado, lo cual no
significa que no tenga interés por la sociedad en la que está envuelto. Tampoco
es sinónimo de que sea “un hombre de hielo” o alguien “impertérrito” y “sin
sangre en las venas”. Sencillamente es uno que ha aprendido a descansar en Dios
y en Su Palabra, aunque en ocasiones se sienta, como humano que es, intranquilo
y experimente algún grado de ansiedad, sea del tipo que sea.
Conocer la teoría y
aplicarla no es lo mismo. A mí me llevó años asimilar por completo ciertas
verdades y hallar ese reposo del que habla Isaías. Y lo hice después de pasar
por malas experiencias de todo tipo. Pero, a base de “perseverar”, lo logré. Y
cuando siento por momentos que pierdo ese “estado tranquilo del alma”,
vuelvo a los orígenes, a la lógica bíblica, y recuerdo las promesas divinas. Dejarse llevar por las emociones provoca el caos, mientras que la fe en Dios proporciona el equilibrio que todos necesitamos. El mundo y las circunstancias cambian pero en
Dios “no hay mundanza, ni sombra de
variación” (Stg. 1:17). Y en Él, solo en Él, está nuestra estabilidad.
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