Pablo afirmó rotundamente hace 2000 años que nada nos
podría separar del amor de Dios (cf. Ro.
8:35-39). Sin embargo, hay ocasiones en que somos nosotros quienes nos alejamos
de Él. Algunas veces motivado por circunstancias negativas que se presentan en nuestro
caminar y que no somos capaces de afrontar, al sentirnos emocionalmente
desbordados. En otras, por nuestras propias actitudes. Y, finalmente, por
determinados estilos de vida que adoptamos. A pesar de lo que hagamos, el Señor
siempre va a seguir cerca de sus hijos. Recordemos que Él es Omnipresente y que
Jesús prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt. 28:20).
Por todo esto, he querido reflexionar
profundamente al respecto y centrarme en aquellos que, aunque no han negado a
Dios con sus palabras, saben que se han alejado de Él en mayor o en menor
medida y que están fríos como témpanos de hielo. La inmensa mayoría de personas
que experimentan alguna de estas realidades son conscientes de lo que les
sucede, ya que no pueden negarlo ante sí mismos, por mucho que aparenten
normalidad ante los demás. Aunque en algunos casos concretos la explicación es
evidente, el problema mayor reside en que muchos no son capaces de identificar
las razones exactas por las cuales están transitando este camino de frialdad
espiritual.
Quiero hablarles a todos ellos con
libertad y con el corazón en la mano, aunque en ocasiones no me resulte nada
cómodo hacerlo ni a ellos leerme. Analizaremos diversos problemas, distintas
áreas de la fe y de la vida en general, para que así podamos trabajar en ellas
y buscar soluciones. Todo lo que vamos a
contemplar no se tiene que recibir como si fuera un método legalista. Tampoco
debemos sentirnos angustiados al observar que no siempre alcanzamos los
parámetros del Altísimo, puesto que vivimos bajo la gracia y descansamos en
ella. Pero sí nos puede servir como baremo para medir nuestro estado espiritual
y nuestra relación con Dios. Así podremos analizar qué aspectos debemos cambiar
o cuáles podemos mejorar, para seguir creciendo y madurando.
Sé que Dios no quiere que nos
quedemos en la arena, sino que nuestra casa esté asentada sobre la Roca; quiere
que nos volvamos a enamorar de Él; quiere
vernos gozando en Él; quiere
escucharnos hablar de Él y de su Palabra; quiere que sigamos aprendiendo nuevas lecciones; quiere que nuestra fe no dependa de nada ni
de nadie; quiere que dejemos de justificarnos con mil razones distintas; quiere que volvamos a soñar con el glorioso
futuro que nos ha preparado en su casa.
Es sumamente doloroso ver a una
persona alejarse de Dios. Diría que es desgarrador. Junto a personas que se han
enfriado sobremanera, en estos últimos años he visto muy de cerca estos casos.
En varias ocasiones me ha roto el alma. Por eso entiendo el sentir de Jesús,
que lloró por Jerusalén recordando cuántos profetas habían sido enviados para
que se arrepintieran, pero ellos no quisieron hacerlo (cf. Mt. 23:37). La primera vez que alguien que yo quería se alejó
de Dios creí que no me dolía. Pero
con el tiempo me di cuenta de que me estaba engañando a mí mismo, puesto que
negar el dolor es un mecanismo de defensa que suele darse entre las personas para
evitar el sufrimiento (la primera de las diversas etapas que tiene el duelo).
Esa angustia la he estado
experimentado en mis carnes hasta hace unos meses que llegué a mi límite y explotó todo lo que se había acumulado
en mi interior durante demasiados años, llegándome incluso a costarme mi salud.
La fulgurante e instantánea
pérdida del conocimiento, el suelo de mi casa, una ambulancia, y una posterior
pérdida del apetito y de peso lo atestiguan.
La
realidad es que terminas obsesionado. En parte, es lógico desde una óptica
cristiana. Si vieras a un niño corriendo hacia un precipicio, ¿no saldrías como
un poseso tras él? Pero, ¿y si el que se quiere lanzar al vacío es un adulto y
nada de lo que hagas-digas le detiene? A nivel del Evangelio,
sucede exactamente igual. Te pasas noches enteras dando vueltas y más vueltas, pensando
en nuevos ejemplos y en explicaciones originales, pidiéndole a Dios que te muestre
pasajes bíblicos adecuados, para luego expresarlos e iluminar a esos conocidos, familiares y amigos que están perdidos
en la niebla y no lo saben (o no quieren salir de ella). El
problema es que se corre el peligro de convertirse en algo enfermizo, porque
terminas creyendo erróneamente que no depende de ellos que vayan al cielo o al
infierno, sino de ti.
Hasta
varias semanas después de aquel espectáculo
(una vez que el corazón no podía romperse en más pedacitos), no aprendí a no llevar esa carga ajena.
Tras desahogarme en varias ocasiones con un matrimonio amigo, el tormento
desapareció por completo. Dios lo sanó todo. Desde entonces, ya no se trata
únicamente de saberlo, sino también de sentirlo en lo más profundo de mi
espíritu: No es que ya no me importen estas personas, sino el haber aceptado
completamente en mi corazón que mi única responsabilidad es predicar el Evangelio (cf. Mr. 16:15), cuidar de mí mismo y de la doctrina (cf. Ti. 4:16), advertir de los problemas y señalar las soluciones, pero no cargar
con las decisiones ajenas. Este libro es la prueba de ello; un pequeño legado
que le dejo a todos ellos y mi manera de servirles. Aunque sepa a dónde conduce
el camino por el cual transitan actualmente y las consecuencias eternas que
conlleva, lo que decidan no está en mis manos.
La obra es del Espíritu Santo y la
respuesta a la oferta de salvación que ofrece el Mesías (Dios Encarnado) depende
única y exclusivamente de las personas que oyen el mensaje. Por mi parte, más
no puedo hacer, y por eso he podido volver a dormir a pierna suelta:
Dos barcos de guerra asignados al escuadrón de
entrenamiento llevaban varios días en maniobras en medio de un mar embravecido.
Yo servía en el barco líder y un día me encontraba observando en el puente
mientras caía la noche. La visibilidad era mala debido a la presencia de una
neblina irregular, por lo que el capitán se quedó en el puente supervisando
todas las actividades. Poco después de oscurecer, el vigía informó:
-´Luces por la popa, a estribor`.
-´¿Están fijas o se mueven hacia la popa?` –gritó el
capitán.
-´¡Fijas, capitán!` –respondió el vigía, lo que
significaba que estábamos en un peligroso curso de colisión con la otra nave.
El capitán, entonces, llamó al hombre de las
señales: ´Indíquele a ese barco: Estamos en el curso de una colisión. Cambie su
curso veinte grados`.
La señal de respuesta dijo: ´Le sugiero que cambie
usted veinte grados`.
El capitán dijo: ´Dígales: Les habla el capitán.
Cambien el curso veinte grados!`.
La respuesta que llegó decía: ´¡Soy un marinero de
segunda! ¡Creo que haría bien en cambiar su curso veinte grados!`.
El capitán estaba furioso. Grito otra vez:
´¡Dígales: Soy un barco de guerra. Cambien su curso veinte grados!`.
Llegó la respuesta: ´¡Y yo soy un faro!´.
Soy un simple “marinero” que
comunica la posición, pero la voluntad de Dios es como un faro que nos muestra
el camino correcto, lo que conlleva implícitamente cuál debemos evitar para no encallarnos en el arrecife, chocarnos
contra las rocas y hundirnos. Por muy fuerte que nos creamos, si hacemos
nuestra propia voluntad nos ahogaremos. De ti depende cambiar de curso.
Por todo esto, he puesto mi mayor esfuerzo
en ponerme en la piel de muchas personas para ir a la raíz de cada conflicto.
Siempre hay una explicación última a nuestra forma de ser y de actuar; nadie
hace nada sin una razón, aunque en primera instancia parezca oculta a los ojos
ajenos. Mi deber es decir lo que creo a la luz de las Escrituras, decida el
lector llevarlo o no a la práctica, puesto que eso no depende de mí: “El que oye,
oiga; y el que no quiera oír, no oiga”
(Ez. 2:7). Excusas siempre habrá para taparse los
oídos.
Mi único deseo
es que todos nos abramos para que Dios siga obrando en cada uno de nosotros.
Por eso, este libro les servirá:
- A
los que se han apartado y/o alejado de Dios.
- A
los que están fríos.
- A
los que están coqueteando con la idea de apartarse.
- A
los que, por el camino que llevan actualmente, corren el serio peligro de caer.
- A
los que están confundidos por algunas doctrinas e ideas que les han inculcado.
- A
los que tienen que trabajar diversas áreas de su fe.
- A los que conocen a personas cercanas que están enfrascados
en alguna de las situaciones descritas para que puedan ayudarles.
- A
los que están firmes a día de hoy, para que sean conscientes de los peligros
que acechan y de las circunstancias que se pueden encontrar en el momento más
inesperado, ya que más vale prevenir que curar. Aquí nos podemos incluir todos.
Que
cada uno analice en qué grupo se encuentra.
A veces el puzzle es complejo, así que lo
mejor es poner sobre la mesa todas las fichas boca arriba y analizar cada caso.
Soy consciente de que es imposible detallar al máximo cada una de las circunstancias
concretas, por lo que haré una panorámica general y que cada cual añada sus
propios detalles.
La pregunta principal que tenemos que
hacernos es la siguiente: ¿Cuál es la causa (en singular o en plural) que nos
puede alejar de Dios?: En algunos casos, la culpa es del propio creyente y de
nadie más. En otras, la culpa se reparte entre él, la mala enseñanza y el mal
ejemplo de terceras personas. Puede ser una única razón, varias de ellas o una
mezcla de muchas (este viene a ser el índice):
1.
Realmente no habías “nacido de nuevo”.
2.
Dejaste de transformarte y de ser un discípulo.
3.
Buscaste la plenitud y el sentido a la vida por medio de las relaciones románticas, de los placeres y el materialismo.
4.
Los afanes y la falta de contentamiento te ahogaron.
5. Olvidaste para qué fuiste salvado.
6.
Creías que la vida sería un camino de rosas.
7. Dejaste de sentir culpa por el pecado.
8. Tuviste problemas con otros
cristianos.
9. Te cansaste de la hipocresía ajena.
10. Tus mejores amigos no son creyentes.
11. No
le encuentras sentido a la oración.
12. Apostasía vs Esperanza.
Hay tres razones más que
llevan a un creyente a alejarse, incluso a apartarse por completo:
2) La que he visto con menor asiduidad: aquel que deja
de creer en los principios básicos del cristianismo, como la existencia de un
Creador, la infalibilidad de la Biblia, la afirmación de que Jesús es Dios, la
Trinidad, etc. Puede ser que nadie se molestó en explicárselo; que la persona
no se esforzó lo más mínimo en saber en qué creía y por qué; que se juntara con
malas influencias y amistades de falsas religiones que le confundieron por
completo; la lectura de libros anticristianos cuyos argumentos aceptó sin más;
etc. Teniendo en cuenta que cualquier ser humano sincero y honesto puede
acceder sin problemas a la multitud de literatura sobre apología cristiana que
hay en el mercado, y sabiendo que es una minoría la que se aparta del
cristianismo bíblico por esta razón (más propio de ateos o agnósticos), dejaré
este tema en el tintero para escribir sobre él en otra ocasión.
3) La que he observado en alguna que otra ocasión:
Creyentes que descubrieron que durante muchos años habían sido engañados con
falsas doctrinas (Teología de la prosperidad, confesión positiva, Ungidos de Jehová, etc.) y se
desilusionaron del cristianismo en general. No supieron superarlo ni separar la
verdad de la mentira, así que se alejaron por completo de la verdadera iglesia.
Si fuera este tu caso, tengo dos libros en
los que trato muchas de estas mentiras que enseñan algunos que se hacen llamar
“pastores”: Herejías por doquier (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/08/normal-0-21-false-false-false-es-x-none_21.html)
y Mentiras que creemos (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/06/mentiras-que-creemos.html),
y la etiqueta Errores doctrinales de
este mismo blog. Aparte de un tercer escrito, en un futuro no muy lejano
publicaré un libro amplísimo específicamente para personas que han sufrido el
abuso espiritual.
De los doce motivos que he listado (más los tres de
los que no hablaré aquí), puede que te hayas sentido identificado con alguno de
ellos. Si puedo hablar de todas y cada una de estas circunstancias es porque he
pasado por la inmensa mayoría de ellas. Por lo tanto, sé lo que se piensa y se
siente. Y las que no, las he podido vislumbrar muy claramente en la vida de
personas cercanas a mí.
Pretextos siempre habrá para alejarse. Por
eso te dejo con la conclusión a la que llega una chica que se apartó de Dios y
descubrió dónde estaba la raíz del verdadero problema: “No fue sino hasta cinco años después de salir de casa
que al final encontré mi camino de regreso a Dios. Esos cinco años implicaron
un cambio de vida devastador. Le dije a la iglesia que me habían perdido, que
de alguna manera era su culpa. No obstante, en realidad, yo misma me perdí.
Había perdido el sentido de identidad en Cristo. Tuve que detenerme y darme
cuenta de que esto importaba [...] Podía culpar a los demás por los errores
pasados, las decisiones que tomé, los amigos que hice, pero al final, todo se
trataba de mí. Esto era entre Dios y yo”.
Ahora depende únicamente de ti ser
valiente para confrontarte con la realidad.