En ocasiones he asistido a espectáculos
bochornosos entre dos personas: insultos, menosprecios, gritos y todo tipo de
descalificaciones. Creo que todos, en algún momento u otro de la vida, hemos
pasado por ahí: en el instituto, en la universidad, en alguna competición
deportiva, en el trabajo, etc. La emoción principal que me embarga en esos
momentos es la de vergüenza
ajena. Me cuesta entender que dos seres humanos lleguen a
comportarse de tal manera, aunque hay momentos que son comprensibles frutos de
una tensión extrema. Cuando ese tipo de situaciones sucede entre dos cristianos,
lo que siento va más allá: es puro dolor por la imagen y el mal testimonio que
ofrecen.
Hace unos días fui nuevamente testigo de
una escena que me dejó de piedra y con mal cuerpo durante muchas horas. No hubo
improperios ni provocaciones, sino la acumulación de una serie de palabras
duras en su contenido. En este caso, aunque los hechos sucedieron entre dos
individuos, solo fue uno de ellos el causante, y que provocó mi asombro ante las
afirmaciones que le hacía a su “hermano” en Cristo.
La persona en cuestión (adulto, con
muchos años en el Señor y teóricamente maduro), tras el saludo de rigor y
preguntarle a su oyente si tenía trabajo (su única pregunta), le dijo:
“Entonces no tienes trabajo, no tienes oficio, no tienes estudios, no haces
nada, solo pasearte para arriba y para abajo. Eres un marqués”. Todo ello
aderezado con un tono irónico-festivo. Palabras sin tacto y carentes de sabiduría.
Lo que me resultó llamativo de esta “no-confrontación” fue que llegó a estas
conclusiones sin saber nada más de la vida de su prójimo. Desconocía por
completo sus circunstancias pasadas y presentes, junto a la situación de su
familia y su estado de ánimo. No se preocupó lo más mínimo por descubrirlas y
tampoco sabía los motivos por los cuales carecía de empleo. Tampoco preguntó si
servía a Dios en algún área en concreto. En definitiva, no sabía nada de nada.
Y, sin embargo, lanzó su sentencia absoluta con el mazo de su lengua como un
juez implacable, a pesar de contar con unos
datos escuetos, superficiales y subjetivos.
Me recordó a la nueva ley que ha
aprobado el Ayuntamiento de Sevilla: 700 euros de multa a todos aquellos que
busquen comida en los contenedores de basura. ¡Sin dinero para comprar comida y
encima una sanción por comer los desechos de otros!
¡Qué diferencia con la actitud de Dios
con Elías, al que dio de comer y le infundió palabras de aliento! (cf. 1 Reyes
19).
La reacción del ofendido no fue la
habitual, y quizá fue sorprendente. No perdió la compostura ni entró al trapo. Con
una mirada cómplice dejó bien claro que no quería que terceras personas le
defendieran. En mi opinión, hizo bien. Hay ocasiones en que hay que mostrarse
asertivo y dejar las cosas bien claras, pero hay otras en que no merece la pena
hablar con el que no quiere escuchar y nunca cambia. Es la manera en que Jesús
actuó en determinadas ocasiones. Él consideró que esta era una de ellas y prefirió
no defenderse: no entró en ningún detalle personal de su vida, no contó qué
hacía con su tiempo, ni cómo servía al Señor.
Es evidente que alguien que pronuncia
tales palabras no pertenece al grupo de los 3500 millones de pobres que hay en
el mundo, ni conoce el drama que supone el desempleo, y cuanto afecta a la
dignidad y estima personal: “Cuando uno entiende el lugar central
que ocupa el trabajo en los propósitos de Dios para los hombres y las mujeres,
se ve al momento que el desempleo es un ataque serio a nuestra humanidad.
William Temple, hablando de las personas desempleadas al norte de Inglaterra
durante los años de la Depresión, escribió: “La más grave y amarga herida de su
estado no es la queja animal (física) de hambre o incomodidad, ni siquiera la
queja mental de vacío y aburrimiento; es la queja espiritual de no habérseles
dado la oportunidad de contribuir a la vida en general y al bienestar de la
comunidad. [...] Los psicólogos han asociado el desempleo con un duelo, la
pérdida de un trabajo en algunos aspectos es similar a la pérdida de un
familiar o amigo. Ellos describen tres etapas del trauma. La primera es un
trauma. Un hombre joven desempleado en nuestra congregación habló de su
´humillación`, una mujer desempleada de su ´incredulidad`, ya que se les había
asegurado que el trabajo era seguro. Al oírlos a ellos que habían sido
despedidos y considerados innecesarios, algunos sienten ira, otros se sienten
rechazados y degradados. Sin embargo, en esta etapa todavía están optimistas
acerca del futuro. La segunda etapa es depresión y pesimismo. Sus ahorros, si
los tuvieron al comienzo, se están acabando y sus planes se ven pocos
prometedores. Ellos caen en una inercia. Como lo describió un hombre, estoy
´estancado`. La tercera etapa es el fatalismo. Después que una persona está
desempleada durante varios meses y se ve rechazada continuamente al solicitar
trabajo, disminuyen la lucha y la esperanza, su espíritu se llena de amargura y
desfallece, realmente se desmoraliza y deshumaniza. La iglesia debe ser un
lugar donde esta persona se sienta aceptada y amada y en la que también se
ayude en forma práctica para encontrar trabajo”[1].
Todo esto me hizo pensar en la imperiosa
necesidad que tienen/tenemos los cristianos de desarrollar la empatía, en el
sentido bíblico del término.
Ideas
erradas
Uno de los textos más repetidos entre
muchos cristianos dice: “El que no trabaje, que no coma”. Lo pronuncian
completamente convencidos de que es un pasaje bíblico, añadiendo carga y culpa
a muchos hermanos que desconocen la realidad del pasaje. Las palabras exactas
de Pablo son: “Si alguno
no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3:10). Hay una gran diferencia entre “no tener
trabajo” y “no querer trabajar”. La primera situación no depende del individuo,
sino de múltiples factores geopolíticos: económicos, sociales, personales, etc.
Por mucho que lo intentan, no logran entrar en el mercado laboral; y si lo
hacen, es de manera discontinua. La segunda es clara: la persona tiene la
opción de un trabajo y se le ofrece uno tras otro, pero los rechaza todos,
mientras que su vida gira en torno a la mera ociosidad.
Un excesivo número de cristianos tienen
ideas erradas sobre lo que es un trabajo. Creen que si no está remunerado no se
puede considerar como tal. Dejaré que sea John Stott quien aclare ciertos
conceptos: “Es importante señalar lo
opuesto, no todos los que trabajan tienen empleo. Muchas personas están
correctamente sensibles cuando se les da la impresión que si la persona no
recibe pago por su esfuerzo entonces sus actividades no se consideran trabajo.
Nada está tan lejos de la verdad. Muchas personas trabajan en su casa, y
colaboran en trabajos voluntarios para cuidar niños u otros que dependen de la
familia. Esos trabajos pueden ser arduos, pero pasan desapercibidos. [...] Es
cierto que el trabajo en la iglesia depende, más que todo, de las personas que
están dispuestas a dar su tiempo como voluntarios para el servicio de Dios.
[...] Así que, con la excepción de los que rehúsan hacer el trabajo que está
disponible, somos todos trabajadores”[2]. Por
lo tanto, no todo el que no tiene trabajo vive como un “marqués”, como le dijo
el hermano al otro. En lugar de criticar, “todas las iglesias necesitan saber
qué están haciendo sus miembros, ya sea pago o no, porque ellos son la iglesia
y necesitan el apoyo para todo lo que Dios los ha llamado a hacer y ser. [...] Ayudar
a buscar y encontrar trabajo no puede ser una tarea delegada al sector
voluntario, sin embargo, la iglesia puede hacer mucho para ayudar. Los que
buscan trabajo tienen diferentes necesidades dependiendo de su pasado, talentos
y habilidades”[3].
La
verdadera empatía
Aunque he narrado la experiencia que
vivió un creyente por las palabras de otro, solo ha sido un ejemplo de lo
que realmente quiero mostrar. Vivimos en un mundo suficientemente complicado de
por sí como para que otros nos añadan cargas, y más si son cristianos. El
sarcasmo, los chistes a costa de otros, las burlas, las bromas personalizadas, los
menosprecios, los comentarios jocosos, ¡sobran por completo!
La empatía es la capacidad de
experimentar los sentimientos de otra persona, involucrándose en su vida de
manera directa. Es una expresión concreta de amor. Una persona con empatía es
capaz de situarse en el lugar del otro y experimentar lo que está sintiendo en su
corazón. Por ejemplo: el esposo que comprende la manera en que piensa y siente
su esposa, y la esposa que comprende la manera en que piensa y siente su
esposo. Es la única manera que ambos tienen de arreglar sus diferencias para
llegar a acuerdos y tener un matrimonio sano, donde prime el amor. Basta que
uno de los dos no muestre empatía para que resulte un fracaso.
En una amistad igual: si uno trata de
imponerle su opinión al otro, los dos perderán. Por eso la empatía es
igualmente necesaria en las relaciones familiares, profesionales, etc.
¡Eso es precisamente lo que necesitamos también
dentro del pueblo de Dios! Personas que se metan en “los zapatos” de todos
aquellos que están pasando por dificultades y problemas. Que sepan qué sienten los
desempleados, los huérfanos, los solteros, los viudos, los divorciados, las amas
de casa sin amigos, los ancianos, los jubilados solitarios, los enfermos, los
deprimidos, los inmigrantes, los desahuciados, los que trabajan de sol a sol,
los que están mal remunerados en sus trabajos y sufren las consecuencias del estrés,
los padres sin recursos económicos, las parejas con serias dificultades sentimentales,
los que perdieron sus sueños y esperanzas, etc. Es la única manera de
comprenderlos y poder ayudarlos en la medida de las posibilidades personales.
Lo
que no necesitamos
No necesitamos más desaliento. No
necesitamos más desánimo. No necesitamos más palabras ásperas que roban la paz.
No necesitamos más miradas altivas, malas caras ni gestos torcidos. No
necesitamos que echen más leña al fuego. No necesitamos más soberbia y
prepotencia. No necesitamos más legalismos que ignoran la gracia. No necesitamos
más sacerdotes y levitas que participan de decenas de actividades religiosas
pero que pasan de largo ante el dolor (cf. Lucas 10:31-32). No necesitamos más
hermanos que interpreten papeles
o que sobreactúen, sino que sean auténticos. No necesitamos más hermanos
que se preocupen por nosotros solo si nos congregamos en una “iglesia”
convencional. No necesitamos más hermanos que miren con recelo a otros por
salir de alguna congregación. No necesitamos más hermanos que solo vean
nuestros defectos y errores. Y aclaro que cuando digo “no necesitamos más
hermanos que...” no me refiero a que ellos sobren, sino sus actitudes, que
deben ser completamente desterradas.
Jesús
dijo que en este mundo tendríamos aflicción (cf. Juan 16:33), pero cuando esta
tiene su origen en la actitud o en las palabras de un cristiano es doblemente
doloroso.
Lo
que sí necesitamos
No
tiene lógica bíblica que se interesen más por nosotros los incrédulos que los
conversos. Hay que crear el ambiente propicio para que las tornas cambien. Hay
que cambiar ciertas estructuras, cuyo máximo interés es mantener un sistema religioso
y no la existencia en sí de las personas. La vida en el cuerpo de Cristo no puede ser
como una fábrica, con un comienzo de jornada, una cadena de montaje y un toque
de sirena para marcar el fin del día... hasta la siguiente reunión, taller,
estudio o conferencia.
Necesitamos cristianos con el corazón de
Dios, que nos atraigan “con cuerdas de amor” (Oseas 11:4). Necesitamos
creyentes que se acerquen a los heridos y a los quebrantados de corazón, para
pregonar libertad a los cautivos y poner en libertad a los oprimidos, como hizo
Jesús (cf. Lucas 4:18). Necesitamos hermanos que “desciendan” ante el dolor
ajeno, tal y como el Altísimo hizo con el pueblo hebreo esclavizado en Egipto: “Bien he visto la aflicción
de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores;
pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los
egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que
fluye leche y miel” (Éxodo 3:7-8).
Necesitamos cristianos humildes y
sencillos que abracen y que besen. Necesitamos que alienten. Necesitamos que se
preocupen y se interesen genuinamente, y no que nos hablen del estado del clima.
Necesitamos que entren en nuestras mentes y en nuestros corazones en lugar de
juzgarnos sin misericordia. Necesitamos personas que sinceramente quieran
conocernos, en lugar de valorarnos por las palabras malévolas de otros. Necesitamos
que se ganen nuestra confianza y compartan su tiempo, en lugar de vernos una
hora a la semana como desconocidos. Necesitamos que abran las puertas de sus
casas y que sean hospitalarios. Necesitamos que demuestren que realmente les
importamos fuera de las cuatro paredes del local de reunión. Necesitamos
creyentes como el buen samaritano con el malherido, siendo “movido a misericordia; y acercándose
vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo
llevó al mesón, y cuidó de él” (Lucas 10:33-34).
En definitiva,
cristianos que amen como Pablo a los filipenses: “con el entrañable amor de Jesucristo” (Filipenses 1:8). Por eso él
se preocupó de recoger una ofrenda para los pobres de Jerusalén. Por eso le
dijo a los ricos que hicieran el bien, que fueran ricos en buenas obras,
dadivosos y generosos (1 Timoteo 6:18). Y por ese mismo amor los doce
discípulos eligieron siete diáconos para atender a las viudas (cf. Hechos
6:1-6). ¡Todo era práctico y no mera teoría!
Tenemos
que aprender a ser como Aaron y Hur, que sostenían las manos de Moisés cuando
estas se cansaban (cf. Éxodo 17:12). Tenemos que llorar con los que lloran (cf.
Romanos 12:15). Tenemos que vestirnos, como escogidos de Dios, de entrañable misericordia,
de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia (cf. Colosenses 3:12).
Tenemos que enseñarnos y exhortarnos unos a otros en toda sabiduría (cf. Colosenses
3:16). Tenemos que alentarnos, animarnos y edificarnos mutuamente (cf. 1 Tesalonicenses 4:18, 5:11). Y tenemos
que sobrellevad los unos las cargas de los otros (cf. Gálatas 6:2).
¡Y ojo!
Esto tiene que ser recíproco, ya que las relaciones humanas son bilaterales: “Cada uno debe velar no sólo por sus
propios intereses sino también por los intereses de los demás”
(Filipenses 2:4; NVI). De
lo contrario, una de las dos partes terminará por cansarse y desistir.
¡Aprendamos
a tener empatía y seamos prácticos!