Cuando el autor de Eclesiastés señaló que “nada nuevo
hay debajo del sol”, reflejó una realidad atemporal en todos los aspectos.
Tanto lo bueno como lo malo que se observa en el mundo hoy en día no es
novedoso: ha existido en todos las épocas pasadas; lo único que cambian son las
formas, pero los hechos son iguales o extremadamente semejantes. En el caso que
nos atañe, lo vemos repetido en la “Ley de Libertades Sexuales” que quiere
establecer la ministra española Irene Montero –y cuya valoración a su persona
prefiero omitir ya que no es relevante- para conseguir un fin en concreto: que
los abusos sexuales y las violaciones contra las mujeres disminuyan y se corten
de raíz. Para que esto suceda, y resumiendo uno de los aspectos de la nueva
ley, establece que la relación sexual debe ser notoria y explícitamente consentida
por la mujer. Dice así: “Se entenderá que no existe consentimiento cuando la
víctima no haya manifestado libremente, por actos exteriores concluyentes e
inequívocos, conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de
participar en el acto”. Vamos, lo mismo que el Código Penal ya señala desde hace
mucho tiempo. Lo único es que ahora, la señora Montero, abanderada y paladín de
la versión más radical y recalcitrante del feminismo, lo ha enmarcado en
términos rimbombantes para venir a decir lo mismo. De ahí el porqué de los dos
eslóganes con los que lo está promocionando: “Sólo sí es sí” y “Sola y borracha,
quiero llegar a casa”, siendo este último uno de los peores lemas que han
salido de la mente humana en toda su historia.
Con esta ley cree que así, el que quiere violar, ya no
lo hará. Cree que así, el que quiera abusar sexualmente, ya no lo hará. Ella
cree que legislando lo logrará. Y lo dice satisfecha y, aparentemente,
convencida, aunque me cuesta creer que en el fondo lo crea realmente. Si a esto
le añadimos que la palabra de la mujer en caso de demanda tiene preeminencia
ante el hombre –incluso sin pruebas tangibles, tal y como describimos en Y la
mujer de Potifar le gritó a José: “El violador eres tú” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/01/y-la-mujer-de-potifar-le-grito-jose-el.html)-, pues ya está el pastel completo, a pesar de que
abogadas como la penalista Bárbara Royo muestre la inutilidad de dicha ley: “No
hay más violadores ahora que hace 20 ó 30 años. Intentar acabar con los
violadores a base de condenar sin pruebas a cualquier hombre
español que no consiga demostrar que es inocente, como pretende la
ministra Montero, es una utopía infantil”[1].
La realidad es que la señora “Ministra de Igualdad” ha
caído en el mismo error que cometieron los fariseos hace más de 2000 años.
Explicaré el porqué de forma sencilla.
La
hipocresía de los fariseos
Para el que no lo sepa, los fariseos eran un grupo de
judíos religiosos que promulgaban una obediencia meticulosa a la Ley de Dios.
En su origen, ellos eran sinceros y querían agradarle. ¿Qué sucedió con el
tiempo? Que se volvieron tan estrictos que comenzaron a añadir más y más leyes
que no procedían de parte del Altísimo: tradiciones, ritos y reglas fueron
sumadas y puestas al mismo nivel –incluso por encima- de los mandamientos
divinos. Por eso Jesús se enfrentó en múltiples ocasiones con ellos y les dijo:
“Hipócritas, bien profetizó de vosotros
Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está
lejos de mí. Pues en vano me honran,
enseñando como doctrinas mandamientos de hombres. Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de
los hombres: los lavamientos de los jarros y de los vasos de beber; y
hacéis otras muchas cosas semejantes. Les decía también: Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición”
(Mr. 7:6-9).
Los fariseos no creían en Jesús porque rechazaba sus
tradiciones. Ellos creían que eran buenos y santos porque:
- Se lavaban las manos en varias ocasiones de una
forma ritualista y muy concreta antes de comer (cf. Mr. 7:3).
- Daban su dinero en el templo en lugar de usarlo para
ayudar a sus padres, que era lo que Dios mandaba: “Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y
a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera
irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la
madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con que
pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre,
invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido” (Mr. 7:10-13).
- Dejaban de comer ciertos alimentos los sábados (Mt.
12:2).
- Ayunaban dos
veces a la semana (cf. Lc. 18:12), cuando la Ley solo pedía una vez al año (cf.
Lv. 16:29-31).
- Hacían largas oraciones, lo cual era un pretexto
para apoderarse de las casas de las viudas (Mt. 23:14).
- Diezmaban la menta, el eneldo y el comino, algo que
Dios no exigía (Mt. 23:23).
Y así, con una lista que prácticamente no tenía fin.
Nada de esto era demandado por Dios. Cayeron en tal grado
de orgullo que se consideraban mejores que aquellos que no cumplían sus normas,
hasta el punto que no se juntaban con pecadores, algo que Jesús sí hacía y se
lo echaban en cara. Eran tantas las leyes que habían impuesto, que ni ellos
mismos las ponían en práctica: “Y él dijo: !!Ay de vosotros también,
intérpretes de la ley! porque cargáis a los hombres con cargas que no pueden
llevar” (Lc. 11:46).
La
hipocresía & El corazón
Aquí es donde llegamos al quid de la cuestión: los
fariseos, al igual que la ley de Irene Montero, creían que lo importante era el
cumplimiento externo de todas estas leyes en cada pequeño aspecto de la vida
diaria, pero se olvidaban de lo más importante: la actitud interna y el corazón. Cumplían muchas de las normas
–principalmente por vanagloria, orgullo, sentimientos de superioridad y
búsqueda de reconocimiento y alabanzas- pero sus corazones seguían siendo
iguales. Por fuera “eran buenos” pero por dentro “era malos”. Tenían una doble
moral, una doble conciencia: “!!Ay de
vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso
y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia.
!!Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para
que también lo de fuera sea limpio. !!Ay de vosotros, escribas y
fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que
por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos
de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la
verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de
hipocresía e iniquidad” (Mt. 23:25-28). Se sentían limpios cuando en verdad
eran como “sepulcros blanqueados”, es decir, hermosos en apariencia pero
corruptos por dentro.
Por eso Jesús los llamó hipócritas, y de ahí el uso
que damos a dicho término: “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades,
generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”. Y el llamado a
todos nosotros fue el mismo que le hizo a sus discípulos: “Guardaos de la levadura de
los fariseos, que es la hipocresía” (Lc. 12:1). Como analizamos en Westworld: ¿Quién serías si pudieras ser quién
quisieras? ¿Y qué harías? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/07/westworld-quien-serias-si-pudieras-ser.html) y Cuando los
cristianos ofrecemos un mal ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html), hay muchos creyentes que tienen dos caras: una la
externa que muestran ante los demás y otra la interior, que es la auténtica:
cuando ambas no coinciden, la hipocresía es evidente.
Las leyes de
Montero no van a cambiar el corazón de nadie, al igual que las leyes farisaicas –que en su origen tenían buenas
intenciones- no cambiaron el corazón de ningún judío. Por la ley de Dios
tenemos conocimiento del pecado, del bien y del mal (cf. Ro. 3:20), pero la ley
en sí no cambia a nadie, ni lo hace mejor o peor. Sin renovación interior, lo
de afuera no sirve de nada. Como señala José de Segovia –haciendo mención a
Romanos 7:14-25-, “la ley no solo no transforma a la gente. Es que tampoco
puede. Esta es la diferencia entre la Ley y el Evangelio. [...] Su confusión es
el origen de todos los problemas de la religión cristiana. [...] Busca obtener
por la Ley, lo que sólo la Gracia puede conseguir”[2].
La raíz de todo está en el corazón, de donde, como
bien explicó Jesús, “salen los malos
pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos,
los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19). El violador no va a violar menos porque lo diga una ley. El asesino no
va a asesinar menos porque lo diga una ley. El ladrón no va a robar menos porque lo diga la ley. Los que adulteran, fornican, mienten y blasfeman no
dejarían de hacerlo aunque se estableciera una ley contra dichos actos: “Todo buen árbol da buenos frutos, pero el
árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el
árbol malo dar frutos buenos” (Mt. 7:17-18).
Jesús puso el dedo en la llaga al señalar que el
problema de todo hombre y de toda mujer estaba en el corazón: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre
malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo” (L. 6:45). Nadie en cuyo corazón reside el
mal va a dejar de adulterar, fornicar, mentir ni blasfemar. Y nadie en cuyo
corazón reside el bien va a adulterar, fornicar, mentir ni blasfemar. Por lo
tanto, en este sentido, la ley en sí es inútil. La propia magistrada Natalia
Velilla, sin necesidad de tener conocimientos teológicos, expresa lo que es
evidente: “La solución a las violaciones no va a venir de la mano de más
Código Penal”[3].
La transformación sobrenatural del corazón
Aparte de morir en la
cruz por nuestros pecados, fue precisamente el
corazón lo que Cristo vino a cambiar, no a aumentar el número de prohibiciones y
a añadir o disminuir Sus leyes. La promesa que Dios le hizo al pueblo judío se
extiende por los siglos a toda persona que se acerca ante Él: “Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo
pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne,
y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y
guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por
Dios” (Ez. 11:19-20).
Por supuesto que debe haber leyes que sirvan para la
buena convivencia entre semejantes, pero cualquier
ley que tenga como propósito regular el corazón, está condenada al fracaso.
Solo Dios puede cambiar los corazones, y no por la Ley sino por Su Gracia. Por
eso, el mensaje que deberían anunciar los políticos –y que ellos mismos
deberían aplicarse- es el mismo que hizo Pedro ante la multitud: “Arrepentíos y convertíos, para que sean
borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de
refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado” (Hch.
3:19-20). Mientras que esto no sea promulgado y llevado a cabo, ni un millón de
leyes podrán transformar al ser humano desde lo más profundo de su ser.
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