Uno de los argumentos que se usan a
favor de la eutanasia es que determinadas enfermedades y la forma en que se
fallece provocan un sentido de indignidad. No comparto tal pensamiento. Sea
cual sea la condición física o mental de una persona, no la convierte en
alguien indigno. La sociedad que nos rodea y, principalmente, nosotros mismos,
nos valoramos en función de tener o no trabajo, de poseer o no estudios, de
estar o no casados, de tener o no una buena casa y un buen coche. Con la salud
sucede exactamente igual. Si estamos saludables y fuertes nuestra autoestima se
mantiene alta y estable; nos sentimos valiosos y dignos. Por el contrario, si
estamos enfermos y débiles nos hundimos anímicamente, considerándonos
insignificantes e indignos. Es como si nuestro statu quo se tambaleará.
¿Es deseable depender de terceras
personas, incluso para comer, lavarse y vestirse? Ni mucho menos. ¿Es agradable
sentir que el cuerpo no responde como uno desearía? Ni de lejos. ¿Alguien
querría verse así y necesitar ayuda para todo, como si fuéramos un bebé sin
pudor? Nadie. Pero no acepto que estar en una situación así sea considerada
indigna. Toda persona es digna aunque su situación en la vida no
sea la deseada e idílica. El valor del ser humano está muy por encima de cualquier
circunstancia. Si solamente consideramos la vida digna de ser vivida cuando
estamos bien de salud y ánimo –como muchos llegan a afirmar-, y queremos morir
en las mismas condiciones, apaga y vámonos.
Con
esta manera de ver la realidad –completamente opuesta a la habitual-, trato que
midamos nuestra escala de valores desde otro punto de vista. Teniendo en cuenta
el concepto que he expuesto, indigno era el trato y la muerte que le
proporcionaban los nazis a los judíos en los campos de concentración y los
americanos a los esclavos de color. Pero ellos nunca dejaron de ser dignos. Por
lo tanto, ningún enfermo es indigno, y que los familiares y amigos cuiden y ofrezcan su atención al enfermo
es dignísimo. En consecuencia, la muerte es igualmente digna. No existe algo
así como una muerte indigna. Y,
aunque no sea fácil, así debería aceptarlo el receptor. Por lo tanto, la muerte
por una enfermedad –sea la que sea- no es indigna per se.
Un enfoque diferente ante la enfermedad
irreversible
Carlos (el
enfermo de ELA del que hablamos en el primer artículo), decía que para qué
luchar, que ya había perdido, por lo que pedía la eutanasia para “mañana
mismo”. Aunque no he padecido en mis propias carne una situación de enfermedad
grave, sí la he vivido en la persona que más he querido –mi padre-, por lo que
puedo imaginar lo duro y doloroso que tiene que ser verte y que te vean en una
condición de debilidad absoluta e irreversible, donde tu cuerpo se apaga sin
remedio y sin que tengas control alguno ante dicho evento. Quien no se
estremezca ante algo así tiene un corazón de piedra. En este sentido, es
completamente comprensible el deseo de pasar
página marchando de este mundo. Se visualiza la muerte como un acto de
compasión por parte del que observa a la persona que se va deteriorando y de
alivio para el que la está sufriendo. Aparte, los pro concluyen que, si fueran ellos los afectados, no querrían
sufrir. Nuevamente es entendible en términos humanos.
Comprendiendo
este sentir y esta realidad –donde el sufrimiento es más psicológico que
físico-, le diré con todos mis respectos a los “Carlos” del mundo lo que
pienso: sabiendo que van a fallecer y que la lucha ya no es por la propia vida
en términos biológicos, ¿no sería mejor afrontarlo centrándose en lo que aún
tiene, como sentir la presencia de
los suyos cada segundo hasta el final,
en verlos, en oírlos y en tocarlos, en lugar de buscar el desenlace
intencionadamente? ¿No sería emocionalmente más sano dejarse cuidar y amar,
permitiendo ambas cosas a los que les rodean –sea por el contacto físico o de
otras maneras- en lugar de negárselos acortando el tiempo, incluso aunque llegase el momento de que ya no se
pudiera responder de la misma manera? En el acto de recibir amor hay grandeza, y no únicamente en el de dar.
Toda
vida es digna de ser vivida hasta el último segundo porque todo ser humano es
digno, y el propósito principal es amar y recibir amor -independientemente de
las circunstancias-, incluso cuando ya solo quede convertirse en receptor
del mismo. ¿Será perfecto el tiempo que quede de vida cuando ya se sabe el
resultado final? ¡No! ¿La calidad de vida será la soñada? ¡No! Pero también
será vida y, a su manera, plena.
El caso de Stephen Hawking
Podría
usar testimonios de creyentes para tratar este tema, pero, como cristiano que
soy, ese sería el camino fácil, y aunque en otros artículos veremos testimonios
impactantes, ahora me centraré en el científico Stephen Hawking, también enfermo
de ELA. Cuando leemos sus palabras, nos quedamos únicamente con una parte de su
discurso: que es ateo en todo su apogeo, que admite que consideraría el suicidio
asistido si se agravara su enfermedad, y que cree que mantener vivo a alguien
contra su voluntad es la mayor indignidad posible.
Ahora analicemos
el resto de sus declaraciones y veamos su situación: es completamente
dependiente y únicamente funciona su cerebro, requiere de continuas atenciones
y de cuidados especiales, su
cuerpo está atrofiado y paralizado, y para comunicarse tiene un sensor en la
mejilla que es detectado por un conmutador infrarrojo montado en sus gafas, lo
que le permite seleccionar caracteres en su ordenador: “La medicina no ha
sido capaz de curarme, por lo que dependo de la tecnología para poder
comunicarme y para vivir”[1].
Además, confiesa que echa de
menos ser capaz de nadar y añora ser capaz de jugar con sus hijos físicamente[2].
Un comentarista dijo: “si no se puede ´correr, bailar, saltar,
jugar, reír y llorar` eso no es vida”. Sin embargo, el señor Hawking, que no puede hacer
absolutamente nada de eso, al que no creo que le agrade su estado físico
ni su dependencia, al que no creo que le haga mucha gracia que los desconocidos se le queden mirando con
condescendencia, al que no creo que le estimule pensar en lo que puedan pensar
de él al verlo postrado, al que no creo que le maraville saber que la vida de
otros gira completamente en torno a él, llama
a su condición “vivir”. ¡Nadie diría que su vida es vida, pero el afirma
que sí lo es!
¿Qué le
hace seguir adelante? Él responde que su
estímulo mental: “Me sentiría como un
condenado si supiera que voy a morir antes de poder desenredar el Universo”.
Sigue deseando vivir por esa razón en particular. Me recuerda mucho a las
palabras de Nietzsche: “Quien tiene algo por
qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”.
Si
alguien que no era precisamente cristiano llegó a decir esto, y tomando como
base el acicate personal que expresa Hawking, junto al enfoque que desarrollé
en el escrito anterior (A
favor y en contra de la eutanasia: dos posturas opuestas:
http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/05/2-favor-y-en-contra-de-la-eutanasia-dos_2.html),
pregunto con intención: el resto
de mortales que no tienen entre sus planes desenmarañar el cosmos, ¿no podrían
encontrar –y ayudarles a encontrar- su motivación
en otras cuestiones, como en la sencillez de los pequeños detalles del mundo
cotidiano y en recibir el calor de los seres queridos que le rodean?
Así lo
ha encontrado una persona enferma, y cuyo testimonio va en consonancia con lo
que estoy exponiendo: “Tengo una enfermedad degenerativa de los
huesos. Llevo 11 operaciones y los dolores te matan, te anulan. Muchas noches
dices ¿vale la pena otro día? Entonces piensas en las personas que tienes a tu lado y que hay días
cuando los dolores de tres días sin dormir les gastas mal humor, y ellos están
ahí a tu lado. Entonces dices claro que vale la pena sufrir otro día más”.
De igual manera, queda para la memoria
la historia de una mujer joven
norteamericana con cáncer terminal, que solicitó a su seguro unas sesiones de
quimioterapia que le permitirían alargar su vida un año más para que sus hijas
pequeñas tuvieran unos meses más a su madre. Su motivación se basaba en el amor, a
pesar del dolor que le ocasionaba un tratamiento que no le servía de nada ante
su enfermedad y que la demacraba aún más. Una actitud admirable y de ejemplo.
Continuará en Anhelando la muerte: Yo antes de ti.