Sin duda alguna, y hasta el día de hoy,
este es el artículo más incómodo que he escrito. Igualmente sé que no es fácil
de leer. No tiene un propósito desalentador ya que tiene un ánimo corrector que
hace que merezca la pena afrontar el tema, aunque en primera instancia nos
podamos sentir apenados. El simple título es impopular de por sí, pero creo que
debemos de hacer un examen de conciencia global. Esa fue la intención del Señor
cuando exhortó a todas las iglesias mencionadas en el Apocalipsis. Y a todas
ellas les ofreció la misma solución: “Arrepiéntete”, entendiendo el verdadero
arrepentimiento no simplemente como la solicitud del perdón, sino como el
cambio evidente en la actitud. Por eso animo a todos aquellos que lo consideren
oportuno a predicar con piedad, valentía, arrojo y temor de Dios sobre este
espinoso tema, y que lo hagan siempre que sea necesario. Creo que es mejor
confrontar la realidad en lugar de mirar para otro lado. Sería ideal que se debatiera
en pequeños grupos con total sinceridad y sin tapujos.
Quiero matizar que no todo lo que cito a
continuación debería ser encuadrado en la categoría de “pecado”, sino que
también hay detalles concretos y tendencias que hay que subsanar allí donde se
observen. No existe la iglesia
local perfecta puesto que no hay cristianos perfectos. Si observamos las cartas
de Pablo, el apóstol se enfrentó a diversos problemas que surgieron en muchas
comunidades de creyentes. Tenemos que saber que, a pesar de nuestros errores,
Cristo presentará a sus verdaderos hijos ante el Padre como parte de una iglesia gloriosa y santa, sin mancha ni arruga (cf.
Ef. 5:27), puesto que ya nos ve sentados en los lugares celestiales (cf. Ef.
2:6), gracias a su sacrificio expiatorio en la cruz.
Hace unos días, unos buenos amigos me
invitaron a comer a su casa y me narraron el lamento de una señora recién
convertida: “He dejado muchas cosas atrás de mi anterior vida, pero ahora
resulta que me encuentro dentro de la iglesia lo mismo que afuera”. De esta
triste frase surgió la idea para este escrito, puesto que es la penosa realidad
que experimentan muchos cristianos a nivel mundial. Por eso este artículo tiene dos propósitos:
1) Evitar
que nos contagiemos.
2) Limpiarnos
si ya nos hemos ensuciado.
En
ambos casos, tenemos que reflexionar sobre nosotros mismos como parte
del cuerpo de Cristo. Hagamos
un verdadero examen de conciencia individual y colectivo. “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;
Pruébame y conoce mis pensamientos; Y ve si hay en mí camino de perversidad, y
guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23-24).
Considero
que dentro de la Iglesia a nivel global hay tres “tumores” que se han extendido
como si de “metástasis” se tratara:
Herejías
y falsas doctrinas.
En el artículo “David Yonggi Cho:
Hablemos claro sin hacer leña”, cité algunas de ellas que están extendidas a
nivel mundial. Por señalar una más, y que provocó la salida (valiente salida)
de algunos miembros de una congregación hace menos de un año: el “Universalismo”,
que no es ni más ni menos la creencia de que, al final de los tiempos, Dios
salvará a todo el mundo, independientemente de lo que hayan creído o dejado de
creer. En definitiva, la inexistencia de un infierno eterno. Las “tijeras” que
han tenido que usar para recortar y amoldar la Biblia a sus propias ideas han
sido enormes.
Mundanalización
Dios le
dijo a Jeremías: “Conviértanse ellos a ti, y tú no te
conviertas a ellos” (Jer. 15:19). Sin embargo, sucede lo
contrario respecto a la sociedad caída: nos convertimos a ellos y ellos no se
convierten a nosotros. El
“mundo” nos ha invadido con:
a) Conceptos
humanistas sobre el éxito, la popularidad y el gozo.
b) Falsas
conversiones, donde Cristo es una especie de amuleto para lograr nuestros
deseos.
c) Abandono
de la realización de las obras claramente señaladas en las Escrituras, siendo
éstas sustituidas por la idolatrización de la música y de otras actividades,
donde todo vale para que las personas se sientan bien consigo mismas.
d) La
tolerancia a las relaciones sexuales prematrimoniales y la aceptación de la
homosexualidad.
e) Normalización
del pecado. Esto se comprueba, por ejemplo, en los estilos de diversión:
asistencia a discotecas o a fiestas donde el alcohol corre en abundancia,
formas de vestir provocativas, bailes sensuales, etc. No hay diferencias entre
“creyentes” e inconversos. Las palabras de Pablo han sido pasadas por alto: “No se amolden al mundo actual” (Ro.
12:2, NVI).
Pecados
eclesiales colectivos
Por pecados colectivos me refiero a
aquellos que son parte del pensar y del sentir general de muchos, y no
únicamente de unos pocos individuos. Creemos que los pecados eclesiales se
limitan a los deslices sexuales, a los abusos pastorales o a los casos de
divorcios carentes de base bíblica. Pero la lista que afecta a la vida diaria
eclesial es bastante más amplia:
a) Incongruencia.
Cuando la incongruencia se adopta como norma, se cae en la hipocresía. Aquí lo
fácil es señalar a un predicador que habla sobre el amor y la santidad desde el
púlpito cuando no muestra ni lo uno ni lo otro cuando se baja de él. Es cierto
que este tipo de personas carecen de autoridad moral para enseñar al pueblo de
Dios, pero aquí estamos hablando de pecados colectivos. Y la incongruencia
afecta por igual a todos los cristianos que dicen creer en algo y luego no lo
ponen en práctica. Como dice el epígrafe de la catedral de
Lübeck (Alemania): “Me llamáis Maestro, y no me obedecéis; me llamáis Luz, y no me veis; me
llamáis Camino, y no andáis en él; me llamáis Vida, y no me elegís a Mí; me
llamáis Sabio, y no me seguís; me llamáis Bueno, y no me amáis; me llamáis
Rico, y no me pedís; me llamáis Eterno, y no me buscáis; me llamáis
Misericordioso, y no confiáis en mí; me llamáis Noble, y no me servís; me llamáis
Poderoso, y no me honráis; me llamáis Justo, y no me teméis; si Yo, pues, os
condeno, no me culpéis”.
Por
citar un solo caso para ejemplarizarlo: cuando le decimos a un hermano con una
amplia sonrisa que es una bendición, cuando a sus espaldas le criticamos con
malicia o proclamamos que está en tinieblas. Juan fue contundente al respecto:
“Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano,
es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede
amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El
que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20). Estas palabras son
para todos nosotros. Reconocemos que es imposible tener el mismo grado de
simpatía y de intimidad con todos los que nos rodean puesto que depende de
muchos factores, pero debemos ser coherentes con la fe que declaramos.
b) Banalización. José María
Martínez, en su artículo “Iglesia, quo vadis?”[1], dice: “No
menos triste es ver cómo en algunas iglesias, concluido el culto, la mayoría de
miembros forman entre sí grupos de tertulia conversado sobre temas banales”.
Es cierto que hay tiempo para hablar de todo, desde temas profundos (alegrías y
tristezas, circunstancias positivas y negativas de nuestra vida,
problemas personales, etc.), hasta cuestiones algo más superficiales (aficiones
o pasatiempos). El problema se plantea cuando la conversación principal gira
siempre dentro de lo intrascendente y los temas bíblicos quedan aparcados
indefinidamente, como si el Señor fuera un extraño en nuestras vidas. Eso dice mucho
de nosotros, y no precisamente de forma positiva, ya que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mt. 12:34). La
persona que escudriña las Escrituras, que lee buenos libros, que discierne
circunstancias de su vida con la providencia del Altísimo, etc., siempre tendrá
motivos para hablar de Dios con otros hermanos.
c) Complejos
de superioridad o de inferioridad entre iglesias locales. El afán competitivo entre iglesias locales es una de
las mayores lacras que se pueden dar. Es desagradable, e incluso grotesco,
escuchar ciertas expresiones de hermanos de distintas congregaciones: “Solo en
mi iglesia predicamos el puro
evangelio” o “en mi iglesia es donde
se está produciendo el verdadero avivamiento, al contrario que las demás, que
están secas y muertas”. Es bueno que nos sintamos contentos dentro del grupo de
creyentes donde el Señor nos haya puesto, pero hay ciertas ideas que no
concuerdan con el corazón de Dios ya que implican vanagloria eclesial y orgullo
espiritual insano.
No fuimos amados por Dios por nuestra
“santidad” o “buen hacer”, sino “siendo
aún pecadores” (Ro. 5:8). Tampoco fuimos rescatados por nuestra grandeza.
Las palabras que Dios dijo al pueblo judío son aplicables a nosotros: “Jehová
tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos
que están sobre la tierra. No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha
querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de
todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó”
(Dt. 7:6-8).
En el extremo opuesto están aquellas
congregaciones que piensan que son poca cosa: “Somos muy poquitos”, “Apenas
tenemos dinero para pagar el alquiler del local”, “Hay pocos ministerios”,
“Nuestros dones no son llamativos”. Esto puede mostrar humildad, pero puede ser
peligroso puesto que la línea que la separa del complejo de inferioridad es muy
fina.
Ambos extremos, que nacen del juego de las
comparaciones, son igual de perniciosos y no deberían darse dentro del cuerpo
de Cristo, puesto que solo hay una Iglesia, asentada sobre la Divinidad de
Cristo (cf. Mt. 16:18). Olvidar este principio básico es crear divisiones
innecesarias: “Yo pues, preso en el
Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis
llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con
paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del
Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu, como
fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un
Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es
sobre todos, y por todos, y en todos” (Ef. 4:1-6).
¡Dejemos las envidias a un lado!: “No
nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a
otros” (Gá. 5:26).
d) Comparaciones entre los dones
recibidos. Es triste que haya cristianos que se sientan superiores o inferiores
a otros porque tienen dones más o menos llamativos. El problema reside en que
se inculca esta idea de forma sutil, como si unos fueran superiores a otros, y
hubiera distintas categorías de cristianos en función del don recibido. El
pastor Samuel Storms (del movimiento de la Tercera
Ola, llamado en España “Neopentecostalismo”), señala:“Corremos el riesgo de medir el valor personal de alguien por sus dones.
Esto era sin duda un problema en Corinto. Nuestra tendencia es elevar a los que
tienen dones más visibles. Quizás la respuesta más eficaz es recordar
constantemente la reprensión de Pablo a los corintios: ´Porque ¿quién te
distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te
glorías como si no lo hubieras recibido?` (1 Corintios 4:7)”[2]. Ante este texto bíblico, William Mcdonald comenta: “Si un maestro cristiano es más dotado que
otro, es porque Dios lo hizo así. Todo lo que tenga lo ha recibido de Dios. De
hecho, así es de cada uno de nosotros: todo lo que tenemos nos ha sido dado por
Dios. Siendo así, ¿por qué deberíamos ser orgullosos o envanecernos? Nuestros
talentos y dones no son resultado de nuestra propia inteligencia”[3].
La Palabra expone taxativamente que los
dones no son repartidos por nuestros méritos sino como el Espíritu quiere: “Pero todas estas cosas las hace uno y el
mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere [...] Mas
ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él
quiso” (1 Co. 12:11,18). De ahí el serio error doctrinal que cometen
aquellos que dicen: “Recibe (tal o cual don)”, como si estuviera en sus manos
concederlo.
Alfred Küen es contundente al respecto: “Ciertamente, podemos ´aspirar` a tener
dones, pero es Dios quien decide si quiere dárnoslos o no. Esta soberanía de
Dios nos descarga de cualquier tentación de orgullo y al mismo tiempo del
sentimiento de frustración. También nos libera de la búsqueda desenfrenada de
ciertos dones: si he orado a Dios para que Él me de los dones que ha reservado
para mí, si estoy dispuesto a recibir cualquier don que Dios quiera concederme
para que contribuya a su gloria, a la edificación de los demás y sea útil a la
comunidad, mi corazón está tranquilo”[4].
Los dones proceden de Él y cada
uno de nosotros se limita a reconocerlos.
Dejemos de exaltarnos o menospreciarnos
por los dones que tenemos. Que cada uno lo use para la gloria de Dios y nada
más.
e) Intoleracia doctrinal. No me canso de
denunciar esta cuestión: es grotesco que hermanos que han “nacido de nuevo” y
que aceptan todas las verdades fundamentales del cristianismo, se lancen unos a
otros verdaderos cañonazos por diferir en temas como la escatología o la soteriología.
Cada uno de nosotros puede defender si hay rapto pretribulacional o si tal
acontecimiento coincide con la Segunda Venida de Cristo, si la salvación se
puede perder o no (este conflicto es muy propio entre calvinistas y
arminianos), etc. Pero de ahí a desprestigiarnos mutuamente llamando “hereje”
al que no piensa de la misma manera en estos asuntos, es una práctica que todas
las iglesias locales deberían erradicar sin falta. Dejemos de recelar de
aquellos que no son “clones” de nosotros mismos y que no piensan igual en todo.
Como señala José María Martínez: “Hay casos en los que una postura
tolerante y elástica puede ser la más recomendable. Esta postura casi se impone
ante cuestiones susceptibles de más de una interpretación seria de la Escritura.
Cristianos igualmente fieles y amantes de la Palabra de Dios sustenten
opiniones muy diversas en torno a determinados puntos teologicos. Si esas
divergencias se mantienen dentro de la ortodoxia evangelica, debería prevalecer
por parte de todos un espíritu de libertad y respeto mutuo. Puede suceder, sin
embargo, que alguien haga de tales puntos caballos de batalla con espíritu
sectario y trate de imponer por todos los medios sus opiniones a los demás, o
que tilde de infieles a la Verdad a cuantos no se adhieran a su credo. Esta
agresividad, carente de amor y respeto a las opiniones ajenas, puede constituir
un serio peligro para la comunión y la paz entre los creyentes, y en tal caso
deberían tomarse las medidas adecuadas a fin de salvaguardar la unidad de la
iglesia, siempre indispensable para un testimonio eficaz”[5].
f)
Baremos legalistas. Un baremo es el “conjunto
de normas establecidas convencionalmente para evaluar los méritos personales”[6].
Muchos cristianos miden la espiritualidad o la entrega de otros creyentes en
función de su asistencia a los cultos, reuniones, vigilias, etc., de si ora en
voz alta, de si “anima” lo suficiente durante la alabanza, etc. Esto es un
grave error. Lo que realmente se debería valorar es el fruto del Espíritu que manifiesta, el carácter y la
integridad que muestra en su día a día como creyente, el tipo de hombre/mujer
que es como padre/madre/hijo/hermano/amigo y las obras bíblicas que lleva a
cabo humildemente en silencio y sin deseo de protagonismo: “Así que, no juzguéis nada
antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto
de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces
cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:5).
g)
Despreocupación. El desinterés por otros cristianos suele ser una de las
consecuencias funestas del legalismo, perdiéndose el sentido de “familia”.
Mientras que el creyente asiste al local de reunión, todo marcha bien: saludos,
sonrisas, besos y abrazos. Cuando no asiste, ¿quién se preocupa sinceramente
por ese hermano? Si alguien pasa un mes sin reunirse y nadie se pone en
contacto con él (ni presencialmente, ni por teléfono, email, etc.), ¿qué
pensará cuando regrese y le digan que “le echaron de menos”?: “Si tanto me
echábais de menos, ¿por qué nadie se interesó por mí directamente? ¿Por qué
nadie me visitó? ¿Por qué nadie quedó para tomar un café y saber de mis
circunstancias personales? ¿Por qué nadie se interesó por mis sentimientos? ¿Es
que acaso soy un número más? ¿Por qué la única persona que me llamó fue para
sermonearme por no asistir? Parece que el único interés que tienen es que ´la
iglesia` se llene”. El pensamiento generalizado es que la preocupación por los
hermanos es una tarea exclusiva del pastor. Esto es un error mayúsculo heredado
del catolicismo romano, al obviar que el sacerdocio es de todos los creyentes
(cf. 1 Pedro 2:9). Así debería ser educada la
iglesia, en lugar de caer en el monopolio. Por eso Pablo señaló una y
otra vez: “La palabra de Cristo more en
abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría [...] exhortaos
los unos a los otros [...] alentaos los unos a los otros [...] animaos unos a otros y edificaos unos a otros” (Col. 3:16; He. 3:13; 1 Ts. 4:18; 5:11).
No todos tienen la misma
capacidad ni las mismas habilidades sociales, pero dentro de nuestras
posibilidades tenemos que ayudar y mostrar interés verdadero por las personas
que Dios ha puesto cerca de nosotros.
h)
Deslealtades. Aquí no me refiero a narrar cuestiones banales o sin
importancia, sino a esa costumbre tan extendida de contar a terceras personas
confidencias que se nos ha pedido que guardemos: “No hace mucho un amigo me dijo, refiriéndose a
un pastor conocido por ambos, que a él no se le podía decir nada porque en
seguida se lo decía a otras personas. Esta es una de las peores fallas que
puede tener no sólo un pastor sino cualquier miembro de la iglesia. Parece que
algunas personas tienen una necesidad patologica de que se sepa que ellas están
al tanto de todo”[7]. La Escritura es clara
sobre esta actitud: “El que anda en
chismes descubre el secreto; Mas el de espíritu fiel lo guarda todo” (Pr.
11:13). Esta práctica se convierte en terrorífica:
- Cuando se cae en la calumnia, que es
la “acusación falsa hecha contra alguien
con la intención de causarle daño”[8].
- Cuando lo que se revelan son pecados
ya confesados y de los cuales el creyente se ha arrepentido. Es una táctica muy
habitual que se emplea para desprestigiar a otras personas y quedar siempre
como el más “justo”. El mismo Jesús nos dejó bien claro qué hacer en esos
casos: “Por tanto, si tu hermano peca
contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu
hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de
dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la
iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mt.
18:15-17). Más concreto no pudo ser. Sin embargo, hacemos lo contrario: le
contamos los detalles generales a un grupo de persona; luego le describimos los
detalles concretos a dos o tres personas; y finalmente (y no siempre) hablamos
con el acusado. El principio divino es completamente opuesto: si el pecado ha
quedado solucionado tras una conversación cara a cara, ahí debe quedar el
asunto. Ni el pastor ni nadie debe saberlo. Si se arregla tras tomar dos o tres
testigos, exactamente igual. Muchas veces se ignora por completo este principio
divino y se camufla bajo “la necesidad de informar”, siendo esta una expresión
que esconde un claro eufemismo respecto a la “murmuración”. Nadie está exento
de esta norma y no hay excepciones, desempeñe la labor que desempeñe dentro del
cuerpo de Cristo. Creer lo contrario es aplicar una doble ética, amoldando la
Biblia a nuestro gusto: una para nosotros y otra para los demás.
Es trágico cuando, a pesar de que muchos
asuntos se resuelven en primera instancia, con el paso del tiempo hasta el
último miembro de la congregación termina por saber aquello de lo cual jamás
debería haberse enterado: “La confesión de un pecado es siempre
un secreto, algo estrictamente confidencial. Parece muy sencillo: un secreto es
un secreto, pero ¡cuántos problemas, cuántas relaciones rotas, cuántas
tensiones en la vida de una iglesia, de una familia, se han producido por no
saber guardar algo tan elemental! Ante una confidencia, ni siquiera las
personas más allegadas, esposo o esposa, deben tener conocimiento de ello. La
única excepción es cuando tenemos la autorización del interesado. Si vemos la
necesidad de compartir este secreto con el cónyuge, quizás para descargarnos
nosotros mismos, podemos hacerlo siempre y cuando el interesado nos haya dado
su consentimiento”[9].
i) Prejuicios. Somos llamados a juzgar toda enseñanza (cf. Hch.
17:11), todo espíritu (cf. 1
Jn. 4:1), toda profecía (cf. 1 Co. 14:29) y a todo aquel que se
hace llamar “apóstol”
(cf. Ap. 2:2). Jesús dijo:“No juzguéis según la apariencia, sino juzgad con justo juicio” (Jn.
7:24). Esto implica no “prejuzgar” a nadie sin antes haberlo oído. Siempre
debemos oír qué tiene que decir al respecto cuando es acusado o señalado de
alguna mala acción. A menos que rehúse voluntariamente hacerlo, todo creyente
tiene derecho a defenderse ante la congregación si así lo solicita puesto que
es la iglesia la que tiene la última palabra (cf. Mt. 18:15-17). Así estarán
todos los elementos de juicio sobre la mesa para juzgar con sabiduría. Cuando
nos negamos a oír a un cristiano que desea exponer sus argumentos, actuamos por
encima de la Ley, como bien señaló Nicodemo: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, y sabe lo
que ha hecho?” (Jn. 7:51)[10].
Si incluso la justicia humana aplica tal derecho, ¿por qué entonces los
cristianos lo pasamos por alto cuando nos conviene?
j) Asesinatos. Jesús explicó que la ira,
la injuria y el insulto son también “asesinatos” ante los ojos de Dios (cf. Mt.
5:21-22). Alguien dijo que “el único ejército que mata a sus heridos es el
ejército cristiano”. Cuando un creyente cae en pecado, las piedras comienzan a
volar a la velocidad del rayo. En otros casos, se le hace el vacío por disentir
en cuestiones personales o eclesiales. Así sucede con demasiada asiduidad. No
creo que exista ningún verdadero cristiano en todo el mundo que no conozca la
historia de la mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn. 8:1-11). Sin embargo, a
la hora de la verdad, en la que nos toca mostrar misericordia, nos llenamos las
manos de las piedras más voluminosas. Si Dios no quiere la muerte del impío
(cf. Ezequiel 33:11), ¿por qué deberíamos nosotros desear una vida de
condenación para un hijo suyo? Si Cristo amó a la Iglesia hasta la muerte (cf.
Ef. 5:25), ¿por qué habríamos nosotros de entregar la Iglesia a la muerte?
Tengamos siempre presente que, al fin y al cabo, “cada
uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Ro. 14:12).
k) Incapacidad
de autocrítica. Cuando una iglesia local recibe algún tipo de desaprobación
“desde dentro” o “desde afuera” (incluso por inconversos), automáticamente lo
considera un ataque del diablo. Todos deberíamos recordar que la verdadera
persecución a la Iglesia es consecuencia directa de predicar el evangelio y de
vivir según los valores establecidos por Dios, no por los propios errores
eclesiales: “El Señor no dijo: ´¡Bienaventurados los que son perseguidos por
sus equivocaciones, por molestar al hermano o entrometerse en lo ajeno!`. Es lo
mismo que señala, desde luego salvando las distancias, el apóstol Pedro: ´Así
que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por
entrometerse en asuntos ajenos. Pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence; más bien, glorifique a Dios en
este nombre` (1 P. 4:15-16)”[11].
Por un lado, debemos aprender a escuchar a todos aquellos que
disienten de nuestros argumentos e ideas, en lugar de tacharlos de rebeldes. Y
por otro, debemos ser valientes y hablar cuando observemos algo que no está en
consonancia con la voluntad de Dios reflejada en Su Palabra. Es triste cuando
hay personas que ante las injusticias, diferencias de opinión sobre cuestiones
eclesiales, errores doctrinales, etc., prefieren “ver, oír y callar” o
limitarse a la crítica oculta. Esto es inmoral y más propio de la ética de “Poncio Pilatos”: lavarse las manos,
aunque en muchas ocasiones sea fruto del miedo al qué dirán o al rechazo. Martín Lutero dijo que “no
oponerse al error es aprobarlo, no defender la verdad es negarla”.
Recordemos que en el primer concilio eclesial, el celebrado en
Jerusalén, hubo “mucha discusión”
(cf. Hch. 15:7). ¿Cómo terminó la reunión?: “...
nos ha parecido bien,
habiendo llegado a un acuerdo...” (Hch. 15:25).
La capacidad de autocrítica y de llegar
a acuerdos mutuos en lugar de imposiciones, dice mucho de la buena o de la mala
salud de una congregación.
Muchos
de los aspectos que hemos visto suelen conllevar la manifestación entre los
cristianos de algunas de las obras de la carne: “enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas” (Gá. 5:20), y que
son antagónicas al fruto del Espíritu: “amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”
(Gá. 5:22-23). De ahí la
gravedad del tema y de la importancia de afrontar estos problemas. Ponemos
el grito en el cielo cuando algunos hablan de ecumenismo (y con toda la razón),
pero parece que no nos molesta que no haya unidad entre los verdaderos “hijos
de Dios”.
¿Qué podemos hacer ante estas situaciones?
1) Arrepentirnos,
tanto a nivel individual como global. No queda otro camino. Es lo mismo que le
dijo el Señor al pueblo de Judá: “Rasgad vuestro corazón, y no
vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es
y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del
castigo. ¿Quién sabe si volverá y se arrepentirá y dejará bendición tras de él,
esto es, ofrenda y libación para Jehová vuestro Dios? Tocad trompeta en Sion,
proclamad ayuno, convocad asamblea. Reunid al pueblo, santificad la reunión,
juntad a los ancianos, congregad a los niños y a los que maman, salga de su
cámara el novio, y de su tálamo la novia. Entre la entrada y el altar lloren
los sacerdotes ministros de Jehová, y digan: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo, y
no entregues al oprobio tu heredad, para que las naciones se enseñoreen de
ella. ¿Por qué han de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios? Y Jehová, solícito por su tierra, perdonará a su pueblo”
(Jl. 2:13-18).
2) Seguir
al pie de la letra las palabras de Pablo: “Quítense de vosotros toda amargura,
enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos
con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os
perdonó a vosotros en Cristo” (Ef. 4:31-32).
Vayamos terminando. Si hay unas palabras que son
un lema para mi vida desde hace unos años, son aquellas en las que Pablo le
dijo a Timoteo: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina” (1 Ti. 4:16). Ahora nos
toca analizarnos y ver en qué estamos fallando para corregirlo. ¿Cómo termina este mismo texto?: “persiste en ello, pues
haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren”. Ni tú, ni yo, ni nadie, tenemos la capacidad de
cambiar a los demás si no desean hacerlo. Pablo especificó “a los que te
oyeron”. Esto abarca la idea de que los que no oyeren no se salvarían. En el
tema que hemos analizado, no está en nuestro poder que nadie oiga o haga lo que
no desea oír o hacer. No puedo cambiar a nadie y nadie me puede cambiar a mí.
Es algo entre nosotros como seres individuales y Dios. Por eso debemos tomar
buena nota de nosotros mismos en todos los aspectos (personales, doctrinales y
eclesiales) para corregirnos en todo aquello que sea necesario si no lo estamos
haciendo bien, o seguir en la misma línea si nuestra conducta es la correcta.
Que Dios siga perfeccionando en nosotros la obra que comenzó hasta el día de Jesucristo (cf. Fil. 1:6).
[2]
Grudem, Wayne. ¿Son vigentes los dones milagrosos? Clie. Esta cita pertenece a uno
de los coautores, Samuel Storms.
[3] Macdonald, William. Comentario Bíblico. Clie.
[4]
Küen, Alfred. Dones para el servicio.
Clie.
[5]
Martínez, José M. Ministros de Jesucristo (vol. 2 “Curso de Formación
Teológica). Clie.
[7]
De Ávila, Gerardo. El Purgatorio
protestante. Luciano´s Books.
[9]
Martínez Vila. Pablo. Psicología de la
oración. Andamio.
[10]
Principio establecido en Deuteronomio 1:16-17: “Y entonces mandé a vuestros jueces, diciendo: Oíd entre vuestros
hermanos, y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, y el extranjero. No
hagáis distinción de persona en el juicio; así al pequeño como al grande
oiréis; no tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios; y la causa
que os fuere difícil, la traeréis a mí, y yo la oiré”.
[11]
Cruz, Antonio. Los Bienaventurados.
Portavoz.